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Postrado en la cama, pasaba a veces días enteros sin pronunciar una sola palabra, aunque Salvador hacía los imposibles por sacar una siquiera de aquel pecho que era un mar de melancolías. En cambio, otros días era tal su locuacidad que no podían seguirle la conversación incoherente y exaltada.

Las mujeres se apresuraron a cumplir la orden, ávidas, sobre todo la hermana, de que el moribundo se reconciliase con Dios. Aunque hace ya mucho tiempo que no hemos hablado de asuntos religiosos dijo el padre Gil, sentándose al pie de la cama e inclinando su cabeza hacia el mayorazgo, presumo que sus ideas no habrán cambiado desde la última vez que hemos discutido.

Los dos amantes se encontraban en la villa el día de la tragedia; y los gritos, del mismo Príncipe Zakunine, junto con la detonación del arma, hicieron acudir a los sirvientes despavoridos, a cuyos ojos apareció un tremendo espectáculo: la Condesa yacía exánime al pie de la cama, la sien derecha perforada por un proyectil, y un revólver cerca de su mano.

«Vamos á enterarnos de cómo ha pasado la noche», se dijo. Abrió la puerta, miró al interior de la habitación, é hizo un gesto de asombro. No había nadie en ella; la cama, con sus ropas en desorden, estaba vacía. El español quedó pensativo. Primeramente se imaginó que Federico, no pudiendo dormir en toda la noche, habría salido á dar un paseo al apuntar el alba.

En cuanto entró en el cuarto el señor Don Pomposo le dio la mano, como se la dan los hombres a los papás; le puso el sombrerito en la cama, como si fuera una cosa santa, y le dio muchos besos, unos besos feos, que se le pegaban a la cara, como si fueran manchas. Y a Raúl, al pobre Raúl, ni lo saludó, ni le quitó el sombrero, ni le dio un beso.

Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro.

Asistíamos a la faena de acostar a los niños cuyo tocado de noche se hacía por indulgencia en el salón, y a quienes la madre llevaba a la cama, todos envueltos en tela blanca, los brazos colgantes y los ojos cerrados ya por el sueño. A eso de las diez nos separábamos.

Un despecho picante y rabioso le mordía el corazón, viendo quebrarse en añicos sus ilusiones de boda con Salvador, y viendo cómo el médico alimentaba, con crecientes demostraciones, el interés que siempre le había inspirado la niña de Luzmela. Carmen compartía sus horas densas y amargas entre las cavilaciones incoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la cama de Julio.

Y con esto me pusieron en la cama, después de haberme lavado, y se fueron. Yo no hacía a solas sino considerar cómo casi era peor lo que había pasado en Alcalá en un día que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, lavándola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en llegando, me preguntó cómo estaba.

Contábase que el ayudante, mirando desde la cama por el balcón de su cuarto las tapias del cementerio, había dicho con acento de profunda convicción: «El pobre Sinforoso no tajdará muchos días en dojmij allí para siempreTales palabras produjeron gran sensación en la villa, porque se le suponía con arrestos para llevar a cabo el propósito.