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Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en manos del clérigo. Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente.

Entre los tacaños, Linares.... ¡Las tenazas de Nicodemus! Porras era maldiciente; pero tenía una cualidad muy rara en los murmuradores: no calumniaba ni ofendía. Por lo menos nadie se daba por lastimado. Con una gracia particular y cierto no qué donoso y chispeante, provocaba a reir, por mucho que de ordinario alzaran ámpulas sus censuras.

¡Clara! ¡Si supiérais de lo que ha sido capaz esa mujer que lloráis! ¡Dorotea! ; vos veis en ella un ángel perdido, y era un demonio. Quevedo era un médico terrible; ponía á sangre fría los dedos sobre la llaga y la estrujaba. La muerta nada tenía ya que perder ni que esperar en la vida, y Quevedo quería salvar á los que, vivos aún, tenían que perder y que esperar. Calumniaba á Dorotea.

Cada país calumniaba al otro, inventando sobre él las más absurdas mentiras, y estas mentiras las aceptaban las generaciones siguientes sin tomarse el trabajo de comprobarlas. De padres á hijos se perpetuaba la degollina por la simple razón de que los abuelos también se habían degollado.

Obedeció don Jacinto, no sin combatir enérgica y dolorosamente contra la amistad y contra la pura simpatía que María Antonia Fernández le había inspirado. Nada más natural; nada con menos premeditación y malicia que lo ocurrido después de esto. La envidia calumniaba a la joven marquesita de Montefrío, sin otra razón que la de ser ella rica e ilustre.

Suspiró doña Lucía al oír esto. Había comprendido. El Magistral quería decir que si él fuese rico, su dinero sería de San Pedro y de las instituciones piadosas. «¡Y pensar que había quien calumniaba a aquel santo suponiéndole cargado de oro!». Don Fermín antes de salir de aquella casa, donde su imperio no tenía límites, volvió a prometer una visita a las Salesas.

El artista calumniaba villanamente al pescador de caña, atribuyéndole todas esas alucinaciones criminales; mientras tiene su vista fija en el agua y su brazo presto á levantar su caña, el pobre hombre no tiene conciencia de las fugitivas imágenes, buenas ó malas, que flotan en su cerebro; se encuentra fascinado por las ondulaciones que brillan, por los hoyuelos variables que sin cesar cambian, por el agua que le sonríe y el pez que espera.