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De allí es de donde sale para distribuirse de barrio en barrio, de calle en calle, por las casas y por los pisos, por conductos y ramificaciones infinitas y sobre la gran superficie habitada.

Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza... Una noche de las que permanecimos en Fort-de-France, encontré mi lecho en el hotel tan inhabitable o tan habitado, que me vestí en silencio, gané la calle, y a riesgo de perderme, me puse en camino hacia el vapor.

En estos casos, que muy a menudo me suceden, suelo echar mano del sombrero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola cosa, trato de fijarla en todas: sálgome a la calle, éntrome por los cafés, voime a la Puerta del Sol, a Correos, al Museo de pinturas, a todas partes, en fin, y en ninguna puedo decir que estoy en realidad.

Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir. De prisa, de prisa, acompáñame. La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal el brillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció. Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enorme paraguas aldeano, de color violeta. Pero, ¿adonde vamos a estas horas?

Cuando la fuerte lluvia había limpiado las piedras de la calle, llenándola casi de agua, otros amiguitos y yo construíamos vallas, encerrábamos las aguas en un desfiladero, la hacíamos precipitar en corrientes y formábamos á capricho islas y penínsulas.

Más abajo: Vestidos para hombres. Más abajo: Precio fijo. Más abajo: Al palacio de cristal. Más abajo, sobre cristales: Precio fijo. Más abajo: Vestidos para hombres. Esto se ve estando situado el espectador en lo interior de la Plaza de la Bolsa. Ahora situémonos en la calle Vivienne, y descubrirémos; arriba: Precio fijo. Más abajo: Al palacio de cristal. Más abajo: Vestidos para hombres.

Comenzaron a escribirse por medio de la portera, se hacían señas desde el balcón y la calle respectivamente, citábanse para las casas conocidas, y burlando la vigilancia de la terrible brigadiera, se daban besos apasionados en los corredores. ¡Cuántas veces en sus cartas se hizo mención de aquel día infausto en que Miguel dejó caer a su hermanita sobre el borde de la cuna! ¡Cuántas hablaban de la particular afición que Julita tenía a despeinarle!

Eran Medrano y Pablillos, que habían presenciado desde allí toda la escena. Al caer a la calle, el escudero recibiole sobre su pecho, exclamando: Famosa estocada, ¡voto a Cristo! Huyamos, huyamos presto, no sea que vuelva la ronda. Ramiro ordenoles esta vez con imperio que fueran a esperarle al solar, y, dándoles la capa y el sombrero, enderezó resueltamente a la casa de Beatriz.

En aquel momento se oyó gran gritería en las calles del pueblo; hombres, mujeres y niños corrían de uno á otro lado de la calle central dando voces y se refugiaban en las casas. Al otro lado del puente y corriendo cuanto podía en dirección al castillo, apareció un hombre, que al ver á la baronesa se llegó á ella y gritó, sudoroso y jadeante: ¡Huid, señora, huid! ¡Salvadla! ¡El oso, el oso!

Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después de almorzar, ni aun para ir á la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por la noche, después de comer, como no había peligro de ver á Teresa, la cruzaba velozmente y sin echar una mirada á la casa.