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Y cuando daba vueltas á su imaginación, se acordó de la señora María Suárez, la insigne esposa del bravo escudero Melchor Argote. ¡Ah! dijo el joven la casa donde dormí anteanoche... paréceme aquella mujer á propósito para cualquier cosa. ¿Pero podré yo dar con la casa?... Y se puso en busca, y al fin, como la suerte le protegía, pudo reconocer la calle y la casa á las pocas vueltas.

Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas, prolongadas por la funda del pañuelo.

En el mismo documento hacía constar que confiaba ambos mocosos al cuidado de un antiguo criado y deudo suyo, retirado de la Guardia civil, el cual vivía... ¿sabe usted dónde? ¿Yo qué he de saberreplicó Isidora con desvío y detestable humor. Muñoz y Nones se levantó. Dirigiéndose a la reja, y mirando hacia la calle, señaló una casa de la acera de enfrente hacia la plazuela de las Comendadoras.

Sube, hija mía, sube dijo el clérigo abriendo la puerta y hablaremos de eso. Yo te diré dónde está esa calle, y mañana podrás.... No, yo no le quiero ver á usted más. Pero dígame por dónde debo dirigirme. ¿Por qué me ha engañado usted? La joven rompió á llorar como un niño.

Apostóse el joven Otra vez detrás de la esquina de la calle de las Negras, y les vió entrar en la propia casa. Al poco rato entró otra persona, después tres, después dos; en fin, los mismos de la noche anterior.

Resuelto a extirpar la impiedad que se había enseñoreado de su casa, no quiso demorarlo, y una mañana, como observase que doña Manuela estaba desdoblando el mantón para ir a comprar unos medicamentos, se anticipó a ella y la esperó en una esquina próxima: luego la fue siguiendo por la calle Imperial abajo, y cuando iba a entrar en una botica de la de Toledo, la llamó de cerca: ¡Madre, madre!

Confieso que no me preocupé gran cosa, y después de almorzar me fui a la calle, como todos los días; pero al regresar a la hora de comer hallé la casa en un estado de agitación que me sorprendió altamente. «Van a traer el Viático a doña Raquel», me dijo el criado con tono confidencial.

Un vocerío en la calle, un clamor áspero y bronco, que hizo retemblar las vidrieras, desgarró su visión. ¿Qué es esto? exclamaron algunos. Ramiro, que se hallaba próximo a una de las ventanas, se puso en pie, abrió las maderas y miró. Un grupo de villanos avanzaba hacia el solar cruzando la plazuela.

Se presentó la rondeña a los pocos momentos, con una carta en la mano, y mientras se la alargaba a su señor, la dijo éste: Que se cierren los portones de la calle y que nos preparen la cena a escape... ¿Quién ha traído esta carta? Un mandaero. ¿Espera la respuesta? No, zeñó.

Miraba los viejos caserones de la plaza, un ángulo del palacio de Dos Aguas, con sus tableros de estucado jaspe entre las molduras de follaje de los balcones; escuchaba las conversaciones de los cocheros, agrupados en la puerta del hotel, en torno de los dueños y los criados, todos aquellos italianos bigotudos que sacaban sillas a la acera como en una calle de pueblo.