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La camisa de lienzo labrado dibujaba su ancho pecho; el calzón se ajustaba a maravilla a sus bien proporcionadas caderas; pendiente del cuello llevaba un ancho escapulario de raso bordado de lentejuelas y sedas de colores. Debajo de la montera, un pañuelo de fular azul, atado como lo hacen los paisanos, le encubría el pelo.

El Emir se había despegado de sus compañeros para ejecutar un solo de danza. Acompañado por la flauta y agitando entre ambas manos un pañuelo rojo, bailó frente a Nélida, como si la dedicase todos sus gestos y contorsiones. Movía las caderas con femenil vaivén, lo mismo que las almeas, provocando grandes risas por sus estremecimientos lascivos.

Don Eugenio, el abad de Naya, se abría literalmente de risa, apretándose las caderas con ambas manos, quejándose y derramando lágrimas; el marqués de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El bueno del ratón no podía ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase.

Yo danzaba desnuda, con un velo transparente anudado á mis caderas y otro flotante sobre mi cabeza... Danzaba horas y horas, lo mismo que una sacerdotisa brahmánica ante la imagen del terrible Siva, y Ojo de la mañana seguía mis danzas con sus ondulaciones elegantes... Yo creo en el divino Siva. ¿Usted no conoce á Siva?... Ferragut dió de lado al sombrío dios.

Por dos veces la había contemplado Maltrana cerrando los ojos, con su piel pálida, sus ojos negros y fríos que brillaban hacia adentro, sus caderas de eterna creadora y sus pechos amargos: cuando el salvaje Sigmundo habla a la walkyria que le anuncia la muerte; cuando la desesperada Iseo se enrosca de dolor y se mesa los cabellos, agitados por el viento del mar, ante el cadáver de Tristán.

Contoneábase con arrogancia, chupando el puro que llevaba en la mano izquierda; movía las caderas al andar bajo su hermosa capa, pisando fuerte, con una petulancia de buen mozo. ¡Vaya, cabayeros... dejen ustés paso! Muchas grasias, muchas grasias.

Me quemaron vivo, porque... verá usted... había en aquella iglesia, digo, templo, una sacerdotisita que me gustaba... de lo más barbián, ¿se entera usted?... ¡y con unos ojos... así, y un golpe de caderas, Sr. D. Francisco...! En fin, que aquello se enredó, y la diosa Isis y el buey Apis lo llevaron muy á mal.

Está ahí mi caballo overo en San Filipe, y es desbocado en la carrera y trotón. Dije cómo yo le corría y hacía parar; dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era éste de este licenciado. Quise probarlo. No se puede creer qué duro es de caderas, y con mala silla fue milagro no matarme. - fue -dijo don Diego-; y con todo parece que se siente V. Md. de esa pierna.

El tío Manolillo entró con las manos puestas en las caderas, miró frente á frente al cocinero de su majestad, se le rió en las barbas y se sentó en un taburete de pino. Y bien, ¿por qué os reís? dijo Montiño amostazado, porque hacía mucho tiempo que le causaban ojeriza las bromas del bufón. Ríome porque siempre que os veo me da gozo, señor Francisco dijo el tío Manolillo.

Con voz baja y alterada por la emoción dijo: ¡Que no sepa papá esto! Y la camisa de batista se deslizó por el cuerpo, deteniéndose un instante en las caderas y cayendo después pausadamente al suelo. Quedó desnuda. Genoveva la contempló con ojos extáticos y la joven sintiose un poco avergonzada. No te enfadarás conmigo, ¿eh, Genovita? preguntó sonriendo.