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El señor capitán me lo ha dicho cien veces, ahora lo recuerdo. Al acabar estas palabras, sus dientes se entrelazaban; estaba tan pálido como un cadáver, y no obstante quiso sonreír y miró al excomulgado con el aire más humilde y más amable.

Que el cabo López ha fallecido... respondió el miguelete pálido. Manuel... ¿Qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto á López esta mañana, como te veo á ti... ¿Parrón? ¿Dónde? ¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López. Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó á silbar una canción patriótica.

Era de ver, segun afirman algunos, las animadas conversaciones que esta infeliz señora, tenia con el cadáver de su esposo; conversaciones que aumentaban mas su delirio, y que en lugar de aliviarla, la agravaban. «Por qué no me respondeis, Felipe? le decia: callais!... todavia me sereis infiel!...» Estas palabras proferia á su marido, y otras que causaria lástima escucharlas.

Cuando entré en la habitación en ese momento, y vi sobre el brazo del sofá su rostro, pálido como la cera, con los ojos cerrados, quedé como si me hubiera herido un rayo. Creí ver en realidad su cadáver ante mis ojos. Caí de rodillas delante del canapé y le cubrí de besos la boca y la frente.

En nuestros días el intrépido Franklin queda perdido en medio de los hielos; el encuentro de su cadáver nos ha descubierto que reducidos al último extremo, él y los suyos, tuvieron que apelar al más atroz de los recursos: ¡ á comerse los unos á los otros! Cuanto puede desanimar á los hombres hállase acumulado desde que el navegante comienza á penetrar en las regiones del Norte.

Desempeñó su ministerio apostólico con gloria inmortal, y murió en olor de santidad en Zaragoza en 25 de Junio de 1643: fue depositado su cadáver en dicha capilla del Salvador y al año siguiente trasladado a la Iglesia de Moyuela.

Herido y cojeando había llegado allí siguiéndola; ella, loca y llena de terror, huía de su hijo como una sombra. Allí murió; vino un desconocido que le mandó formase una pira, él obedeció maquinalmente y cuando volvió, se encontró con otro desconocido junto al cadaver del primero. ¡Qué mañana y qué noche fueron aquellas!

Apartad, caballero, apartad, y no profáneis ese cadáver dijo el padre Aliaga, poniéndose delante de Dorotea. ¡Oh! ¡para qué quiero vivir! ¡Para doña Clara de Soldevilla, para vuestra esposa! dijo severamente Quevedo ; ¡ya que esa desgracia es irremediable, no causéis otra desgracia mayor! ¡Clara! ¡mi esposa! exclamó don Juan.

Don José lamentaba la suerte de aquel hombre que no conocía y sobre cuyo cadáver invisible había hecho descender su bendición. ¡Infeliz! ¡Sepultado en el mar!... Pero Fernando no participaba de sus lamentaciones. Todos que muriesen así.

No podía más: se apagaba su cólera, consumida por su propia vehemencia. Los sollozos cortaron sus palabras. Ya no vería en su marido al mismo hombre de antes: el cadáver del hijo se interponía entre los dos.