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Las mulillas estaban en la plaza: una trinca para recoger los caballos muertos, otra para llevarse a rastras el cadáver del toro. Carmen vio venir por debajo de las arcadas a su cuñado. Aún estaba trémulo de entusiasmo por lo que había visto. Juan... ¡colosal! Está esta tarde como nunca. No tengas mieo. ¡Si ese chico se come los toros vivos!

Tomé su mano y deposité en ella un beso. Señora dije, ha hecho usted un magno servicio al Rey esta noche. ¿En qué parte del castillo lo tienen? Al otro lado del puente levadizo dijo bajando la voz, hay una maciza puerta, y tras ella queda... ¿Oye usted? ¿Qué ruido es ese? Se oían pasos fuera del cenador. ¡Están ahí! ¡Han anticipado su venida! ¡Dios mío, Dios mío! exclamó, pálida como un cadáver.

Para Horacio Vernet es el hombre; el hombre muerto en aquel campo de batalla; aquel hombre puesto boca abajo, solo, abandonado de todo el mundo, sin más testigos que una piedra, una mata y el cielo; aquel hombre muerto para la materia, lleno de vida y de verdad para el arte, para la moral y para el dogma; aquel hombre tan lleno de vida y de belleza, que aún estando difunto, que aún siendo cadáver, parece ser el habitador de aquel desierto, el genio imponente de aquella soledad.

Por otra parte, yo no tenía herederos forzosos; mis padres habían muerto cuando era muy joven, y podía nombrar a Amparo mi heredera universal. Ninguna dificultad, ningún interés representaba Amparo que me ligase a la vida. Me había galvanizado por un momento, haciéndome sentir, a , cadáver ambulante. Volvió mi tedio.

Viendo que, efectivamente, Cervantes era ya casi un cadáver, don Quijote exclamó: Tienes razón, que te sobra, Sancho amigo. ¡Oh desgraciado de !

Pero hay más: en la comedia española disminuye el tiempo el dolor de Ximena por la muerte de su padre, y aumenta su amor y admiración por el Cid, merced á la larga serie de sus brillantes hazañas, y á las repetidas pruebas de su eterna fidelidad y cariño á ella; en la de Corneille, al contrario, bastan unas cuantas horas para que ofrezca su mano al matador de su padre, poco después de su muerte, y cuando hasta podría hallarse expuesto su ensangrentado cadáver .

Los agentes del ayuntamiento que allí estaban no la dejaron abrazarse al cadáver de su esposo porque el juez aún no había llegado. Los gritos de dolor de la pobre mujer partían el corazón de los espectadores. Cuando vino al fin el juzgado, se procedió al levantamiento del cadáver, se le colocó en un carro y emprendieron la marcha hacia la villa.

Su padre había visto estos grandes sucesos: iba de paje en el jabeque de Riquer. Luego había caído cautivo de los argelinos, siendo de los últimos esclavos, antes de que llegasen los franceses a Argel. Allí se vio en peligro de muerte un día que los diezmaron a todos por el asesinato de un moro perverso, cuyo cadáver apareció embutido en una letrina.

Y escribe don Diego Ignacio de Góngora, que al cadáver del prior le pusieron «corona de mártir» y que el lego murió el día 30 sin que para él hubiese lo de la corona, aunque en verdad también la merecía.

Y dió un portazo, dejando a Esteven solo, en la alcoba conyugal, pues lo era esta estancia lujosamente decorada... Esteven, con un gorro de terciopelo bordado de gusanillo mate y borla de oro, la barba sin teñir, con unas ojeras como dos pinceladas de betún, amarillo como un cadáver, los ojos fijos en los dos nombres: Rocchio, Portas, que saltaban sobre la mesa de noche, esperaba... Míster Robert entró...