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Traía por lo común el cabello hecho greñas y aborrascado, las narices llenas de mocos, las manos sucias y el vestido roto y cuajado de lamparones.

Puede ser que haya cierto parecido... indicó Obdulia, ruborizándose hasta la raíz del cabello . Pero no seremos iguales; eso no. Como dos gotas de agua.

Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros. Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.

Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que "querido duque", "señor duque". "¡Oh, duque!" El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, la faz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y el bigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín.

A primera vista se parecía a Liette, evidentemente, no en el color de los ojos y del cabello ni en el corte de cara, sino en la expresión. ¿Y se llamaba Raynal? ¿Será que?... El negro demonio de los malos pensamientos rozábale con su ala, y una sonrisa burlona respondía a las cejas fruncidas. ¿Será que?... Tendría gracia... ¡Ella, que las echaba de virtuosa! ¿Habré yo hecho el tonto?

La señora que estaba a su lado no era otra que su madrastra, la brigadiera Ángela en carne y hueso, mucho más ajada, con el cabello gris, pero todavía bella y arrogante. La circunstancia de estar tocando con ella y la oscuridad de la sala, habían hecho que no la viese hasta entonces.

El joven cobró aliento. Pero cuando ella le volvió la espalda para escuchar la ópera, estaba tan alterado aún y confuso que no se atrevió a besar el cabello, aunque el peinado era bajo y la ocasión más propicia que nunca. Al cabo de un rato, Clementina se volvió de pronto y le dijo en voz baja: ¿Por qué no besa usted hoy el pelo como otras noches? La emoción fué inmensa, abrumadora.

Usaba para esto finísimos pinceles, y aun plumas de pajaritos afiladas con saliva; y después de bien picado el cabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en su sitio, previamente untado de laca.

No podía negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba pidiendo a gritos una rústica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas, un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el pudor y el instinto de presunción hubieran ideado por , sin mezcla de ninguna invención cortesana.

Nunca le pareció tan linda a Andrés. El pañuelo bermejo, por debajo del cual asomaban los rizos de un cabello negro y brillante como el ébano, hacía resaltar su rostro trigueño, iluminado ahora por una sonrisa y encendido por el rubor.