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Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos.

Esto, amén de que buena respuesta tenía en el capítulo XI del mismo libro I de El Buscón, donde un verdugo, un animero, un mulato y otros sujetos de esta laya comen, entre todos, después de algunas cosas de bodegón, «cinco pasteles de a cuatro. ¿Habían de gastar veinte reales en el postrecillo...?»

Lope, aludiendo a la costumbre de ahorcar un pelele el Jueves Santo, figurando a Judas: «MENDOZA. Y ¿qué importa que una dama tenga el cuerpo diligente..., las caderas como en Flandes, las piernas como un jinete, si el rostro puede ser molde de hacer diablos para el jueves en que al despensero cuelgan que afrentó los calabresesQuevedo, Vida del buscón llamado don Pablos..., libro II, cap.

Hubiéseis dicho qué me daba á trueque; á falta de riquezas y de títulos, servidumbre judaizante, adoración del oro; yo, que me precio de sangre limpia y de ser buen cristiano, díjeme todo espeluzno y todo escándalo de mismo cuando pasó por el vergonzante pensamiento de ser vuestro yerno: honra dejáronte tus padres, don Francisco; búrlaste de las busconas; no mates tu honra ni tu musa y buscón no seas; que cuando oro anda en medio de una mujer y un hombre, el mundo no ve el corazón, sino el talego; no el amor, sino la codicia; tragúeme, pues, mi amor, como me he tragado otras tantas cosas, y no queriendo deshonrar á vuestra hija haciéndola mía, no me casé con ella por no deshonrarme.

Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, Estebanillo González, el buscón D. Pablo, el donado hablador y otros personajes de la misma laya, han de haber encontrado en el reino de la fantasía y reconocido como muy cercano pariente al héroe desastrado de la novela de D. Pío Baroja.

Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pintura histórica contemporánea.

El tranco II, verbigracia, en que entrambos, desde el capitel de la torre de San Salvador, descubierta «la carne del pastelón de Madrid», otean después de la media noche cuanto sucede en la coronada villa, trae a la memoria, por la traza y manera, como indiqué en las notas de mi edición crítica del Quijote , aquella inspección que desde la torre de la Giralda de Sevilla, y acompañado asimismo de un cicerone, el maestro Desengaño, había hecho Rodrigo Fernández de Ribera, autor de Los Antoios de meior vista . El desaforado poeta del tranco IV es pariente propincuo de otros dos muy conocidos en nuestra literatura: el del Coloquio de los Perros, de Cervantes, y el de la Vida del Buscón, de Quevedo.

Tendía el maestro la amplia capa en el suelo, para que sobre ella cayesen las blancas y maravedises con que el público lo socorría; y trazada una gran circunferencia en la tierra con la punta de la espada, y empuñándola arrogante, describía círculos rectos, tajos adelante y atrás, revolvíase como energúmeno, saltaba agilísimo de un lado á otro, acometía ó bien retrocediendo, simulaba parar los golpes de su imaginado contrario, todo tal y tan verdaderamente, como nos lo pintó al vivo el gran Quevedo, en su saladísima crítica de los que elevaban la esgrima á la altura de la ciencia matemática, tan á maravilla ridiculizados en el Buscon Don Pablos ...

Hablan de este mozo de chapa algunos autores contemporáneos, y la fama de sus fechorías ha llegado hasta nosotros, presentándolo como tipo acabado de aquellos bravucones que tan admirablemente pintaba Cervantes en Rinconete y Cortadillo, Quevedo en el Buscón y Cristóbal de Chaves en La cárcel de Sevilla.

Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato.