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Esto era verdad, porque despedían ese tufillo de los embalajes asiáticos, mezcla de sándalo y de resinas exóticas que nos trae a la mente los misterios budistas. Más adelante pudo la niña apreciar la belleza y variedad de los abanicos que había en la casa, y que eran una de las principales riquezas de ella.

El lujo de las cortes europeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas.

Nosotros nos quedábamos comentando la conversación de los tertulios, hasta que a las seis me iba yo a instalar en un asiento de la Plaza, para oir tocar a la señorita Fernández. Conviene saber que la familia Fernández era mal vista en la ciudad. Su cultura chocaba a los buenos budistas de Villaverde.

Es curioso notar que mis paisanos, los budistas villaverdinos, nunca se alegran y regocijan como en día tan lúgubre y de tan penosas memorias. No podía suceder de otra manera en la ciudad de las «almas tristes». ¡Cómo suspiré en el Colegio por aquella fiesta y aquel paseo! Así es que al ver que tía Carmen seguía bien me encaminé hacia Barrio Viejo.

No, no se pierde el alma de los místicos cristianos en la esencia suprema, como en el nirvana de los budistas; no, no cae en sueño eterno, sino que logra la plenitud de la vida.

Por las terrazas, enormes serpientes veneradas como dioses, se iban arrastrando, ya entorpecidas por el frío. Y aquí y allá, al pasar, encontrábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos como raíces, entrecruzados de piernas en el suelo bajo los sicomoros, inmóviles como ídolos, contemplándose incesantemente el ombligo en espera de la perfección del Nirvana.