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Pero, como viera que el intendente la mirara con desconfianza, prosiguió con acento más tranquilo: ¡Ah, Mathys, qué feliz me hace esta prueba de vuestra sinceridad! Ella me permite esperar que os hayan acusado injustamente. Se pretende que vos robasteis a esa niña y la trajisteis a casa del conde de Bruinsteen sin que él ni la condesa supieran nada de antemano.

Antes de que hubiese llegado a la puerta, sus labios murmuraron alegremente: ¡Elena, Elena, hija mía, mi querida niña! ¡Me quedo, me quedo! ¡No me separaré de ti mientras viva! La señorita de Bruinsteen estaba sentada delante de una mesa y copiaba pasajes de un libro.

La señora de Bruinsteen inclinó la cabeza sobre el hombro de la viuda y murmuró algo al oído: ¿Vió usted a ese señor que estuvo aquí? Un señor que vino para juzgar la razón y la inteligencia de mi hija.

La señora... o más bien Margarita de Schminspaen, era sirvienta, y yo lacayo, en Bruselas, en casa del conde de Bruinsteen, un hombre gastado y loco que se pasaba ocho meses del año en su sillón, paralizado por la gota. Margarita, por medio de halagos y adulaciones, lo tenía dominado por completo.

Vais a reconocer que el escándalo os sería desfavorable. En fin, ¿qué es lo que tenéis que decirme? dijo la condesa trémula de despecho. Señora, la niña nacida de vuestro matrimonio con el conde de Bruinsteen ya no existe, murió en 10 de febrero de 1816. Mediante una culpable substitución, fué traída a vuestra casa la hija de un oficial de húsares que se llamaba Héctor Hagens.

Se echó a los pies de la condesa, abrazó sus rodillas y recurrió a las más ardientes súplicas, para mitigar su cólera; pero la señora de Bruinsteen, que la miraba con triunfante ironía, se alejó y la rechazó duramente, mientras le indicaba la puerta, diciendo: ¡Idos, idos de aquí! No os perdonaré. Durante demasiado tiempo os entendisteis con el intendente para desafiarme y burlaros de .

Oídme, querida amiga; hace quince años que soy intendente de la condesa de Bruinsteen, he ganado bastante dinero y gastado poco. He reunido una pequeña fortuna, y puedo hacer independiente y feliz a la mujer que elija por compañera. Mi corazón es joven, mi salud es buena y estoy lleno de vida.

Lo sabréis si por vuestra parte me demostráis alguna confianza. Vamos, respondedme: ¿Elena es hija de la condesa de Bruinsteen, o no? Pues bien, no suspiró Mathys como si aquella confesión le hubiera atemorizado. Marta dejó escapar un grito de alivio; porque bien que no hubiese dudado de que la joven era su hija, la confirmación de esa creencia la llenó de una alegría infinita.

Nadie sospechó la menor superchería, y, tres meses después, el conde de Bruinsteen estrechaba entre sus brazos a la niña robada, dando gracias a Dios por haberle conservado a su única heredera... Veo, Marta, que tenéis los ojos llorosos.

Esta súplica tan humilde hizo que Marta mirara a Mathys profundamente impresionada e indecisa respecto a lo que debía hacer. Su hija fué a ponerse con las manos juntas delante de ella. ¡Oh madre querida, perdón, perdón para la señora de Bruinsteen! ¡Perdonadla! Quiero olvidarlo todo, hija mía murmuró la viuda . Mi felicidad no necesita de la desdicha de la señora ni de la de Mathys.