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Parecía un cadáver en pie. De pronto, despertó la fiera humana que se encabrita y ruge ante la desgracia. ¡Ah, perra descastada! bramó. ¡Mala piel! ¡....! Y el supremo insulto a la virtud femenil salió de sus labios disparado contra María de la Luz. Avanzó un paso, con la mirada extraviada y el puño en alto.

Entonces el oso mediano levantó su plato y gruñó: ¡Alguien ha probado mi sopa también! Por último el oso pequeño levantó su plato y gritó: 60 ¡Alguien ha probado mi sopa y se la ha tomado! Entonces fueron todos al otro lado del cuarto a sentarse en sus sillas. Primero el oso grande probó su silla y bramó: ¡Alguien se ha sentado en mi silla! Entonces el oso mediano probó su silla y gruñó: 65

¡Niégueme Dios su gloria si yo no abro en canal á esta bribona!... Déjamela, no vos atraveséis delante.... ¡Dame esa cara impostora!... ¡Sal á la luz ... que pueda yo echarte mano! Deja, que yo la alcanzaré bramó á su lado la mujer que estuvo á pique de ser azotada, levantando en alto la jarra vacía del aguardiente. ¡No tires!... gritaron algunos hombres, corriendo á detenerla. ¡Quiero matarla!

¡Alguien se ha sentado en mi silla también! Entonces el oso pequeño probó su silla y gritó: ¡Alguien se ha sentado en mi silla y la ha hecho pedazos! 70 Después entraron todos en la alcoba. El oso grande fue el primero que vio su cama y bramó: ¡Alguien ha dormido en mi cama! Entonces el oso mediano vio su cama y gruñó: ¡Alguien ha dormido en mi cama también! 75

Bramó de ira el gaucho al recibir el mensaje, pero disimuló la ira y hasta aparentó cierta conformidad, meditando y proyectando una venganza. Aunque no dijo a Madame Duval que lo sabía, Pedro Lobo era sabedor de la ventura del joven Arturo. No habían faltado amigos oficiosos que le escribiesen a Buenos Aires informándole de cuanto se sabía o se presumía como evidente.

Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían en torno del abuelo como un coro humilde mantenido á distancia, contemplaban con envidia estas dádivas. Para agradarle, un día en que le vieron solo se acercaron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Napoleón!» ¡Gringos atrevidos! bramó el viejo . Eso se lo habrá enseñado á ustedes el sinvergüenza de su padre.

Primero probó la cama grande; pero era demasiado 50 blanda. Después probó la cama mediana; pero era demasiado dura. Por último probó la cama pequeña y como era muy cómoda y le gustó, se echó en ella y se durmió. Mientras dormía los tres osos volvieron a casa. Tenían hambre después de su paseo y querían tomar la sopa. El oso 55 grande levantó su plato y bramó: ¡Alguien ha probado mi sopa!

Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda: y se les iban cayendo los sombreros picudos. Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven: «¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!» «Es una vaca que brama», dijo la cocinerita.

El niño fijó un momento los ojos en aquel papel desconocido a que la mano que lo sostenía comunicaba temblores de rabia, y el pudor de su alma inocente tuvo fuerzas para colorear en sus mejillas por un momento la azulada palidez del espanto. Movió la cabecita y cerró los ojos, apartándolos. Eso es malo dijo , es pecado... ¿Pecado y lo has escrito? bramó el otro en el paroxismo de la rabia.

Saltó hacia el cofre de hierro, tanteó por todas partes la cerradura, la sacudió temblando y jadeando, bramó de desesperación cuando comprendió que era imposible violentarla. Sin embargo, en aquel cofre había un objeto, un escrito cuya posesión hubiera comprado al precio de su sangre.