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La reina envió por él para verlo y quiso que se le hiciese otro igual. No fue posible. Ninguna bordadora de Madrid osó comprometerse a ello. Las palabras de D.ª Fredes produjeron, como siempre, un efecto inmenso en la tertulia. Mario y Carlota estaban asombrados de todo aquello.

Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán.

Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino?

Por otro lado pendía de la pared un cuadrito de marco ex-dorado, que encerraba las habilidades juveniles de la abuela de doña Leoncia, bordadora de lo más fino. Al lado de estos monumentos de familia estaban un par de figurines del Directorio y una Virgen del Pilar, simplemente pegada en la pared con cuatro obleas.

Pero es porque el amor, en su forma exaltada, sólo es, como dice Voltaire, un cañamazo dado por la naturaleza y bordado por la imaginación. Ahora bien: el cañamazo, la belleza física, no resiste la tiranía del tiempo que imprime las tristes huellas de la decadencia; y la imaginación bordadora también acaba por sosegarse y quedar sustituída por una dulce y reflexiva calma.

Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran en el costado izquierdo, después de reirse mucho. Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada, más baja de estatura.

Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salido palabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora. En fin, un disgusto. Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a la mar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle de Caborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección de doña Paula, y la inmediata de Nieves.

Yo conozco á la bordadora, la Matea, que tiene un taller donde trabajan muchas chicas... No, señores, interrumpió Isagani; acudamos antes á los medios honestos... Iré yo á presentarme en casa del señor Pasta y si nada consigo, entonces ustedes hacen lo quieran con las bailarinas y las bordadoras.

Prefiero eso, dijo Isagani; el señor Pasta es filipino, y fué condiscípulo de mi tío. Pero ¿cómo interesarle? Allí está el quid, repuso Makaraig mirando atentamente á Isagani; el señor Pasta tiene una bailarina, digo... una bordadora... Isagani volvió á sacudir la cabeza. No sea usted tan puritano, díjole Juanito Pelaez; ¡el fin salva los medios!

Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora, y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora, acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la provincia, en el familiar de la casa.