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En un incendio terrible, un niño de cuatro años, hijo de obreros, había quedado solo en una pieza del cuarto piso. Las llamas rodeaban el edificio entero; el bombero toma una escalera y después de esfuerzos inauditos, medio abrasado, alcanza la ventana desde la que el niño, enloquecido por el terror, pedía auxilio. Pero el fuego consumió la escala.

A parte de las malas inclinaciones y del carácter indomable del muchacho, la verdad es que Bernardino, obligado a buscarse el pan cotidiano donde podía, no hacía por él todo lo que debiera; siendo causa de esta desidia el poco cariño y aun cierto encono que sentía contra aquel rapazuelo, hijo de la vejez de su padre y de una odiada madrastra, que apenas muerto el anciano, de privaciones y disgustos, alzó el vuelo con un bombero vecino, dejándoles el niño aquel en hipoteca.

El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.

Sin embargo, un simple monumento, levantado por una suscripción pública, me hizo latir el corazón más aprisa que el aspecto de todas las grandes tumbas de la tierra. Es el de un bombero; ni aún su nombre recuerdo, pero en su alma brilló un instante la única chispa que puede llamarse un reflejo divino.

No hay tal; yo decía que la música no tiene poder evocador sino cuando está vinculada a sensaciones de otro orden; por ejemplo: yo he oído «Bohéme» una noche en que me declaraba a mi novia; ¡es hipotético, eh!, y en momentos en que ella me aceptaba vi a un bombero, en el paraíso, que se sacaba el morrión y se pasaba el pañuelo por la cabeza; pues desde entonces cada vez que oigo aquella ópera o que veo a un bombero secarse el sudor surge en mi memoria, el cuadro completo de aquella noche, sin que por esto pueda decir que hay un gran poder evocador en los bomberos que sudan...

El bombero tomó al niño en sus brazos y lanzó una mirada ansiosa a todos lados; las llamas entraban ya por la ventana. Entonces, delante de una muchedumbre que presenciaba la horrible escena con el corazón apretado, algo como una luz divina inundó el alma de aquel hombre, grande en ese instante como la del Cristo en la cruz.

Sebastián, escéptico en todo desde que había dejado el romanticismo y engordado, se sonreía, asegurando en voz baja que la cosa no era para tan pronto. D. Venancio se apresuraba, tomando medidas con ademanes de bombero en caso de incendio. Siempre hacía lo mismo. Sebastián le había visto en muchas ocasiones, que no eran para referirlas.