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Mac-Kinley había seguido con nosotros los filipinos, sacrificando despiadadamente á sus inmoderadas ambiciones, el honor del almirante Dewey, exponiendo á este digno caballero é ilustre vencedor de la escuadra española, al ridículo universal, pues no otra deducción se puede hacer del hecho de que, á mediados del mes de Mayo de 1898, el Mac-Cullock, vapor de guerra de los Estados Unidos, me trajera, con mis compañeros revolucionarios, de Hong-kong por órden del mencionado almirante, y esté hoy dedicado á bombardear los puertos y poblados de la misma revolución, cuyo lema es la libertad y la Independencia.

Y yo, que he vivido dos años entre alemanes, le contesto: ; es posible. Y es posible... porque no es depravación. A comienzos de la guerra, muchas gentes no creían que los alemanes fueran capaces de bombardear ciudades indefensas ni de hundir barcos de pasajeros. Yo lo creía. Y no es que yo tuviese de los alemanes peor concepto que mis interlocutores, sino que tenía un concepto distinto.

La tripulación se compone de veintiséis hombres. La arboladura tiene dos palos, lo que permite servirse de las velas y ahorrar el carbón... Y hasta hay á bordo cuatro buenos cañones, añadió Marenval, que parecía decidido á hablar siempre que debía callarse. ¿Y qué piensan ustedes hacer con esa artillería? dijo una voz burlona. ¿Van ustedes á bombardear Malta ó á tomar Trípoli?

El capitán se detuvo ruborizándose hasta las orejas. Creo dijo que he ido más lejos que mi pensamiento. ¿Dónde estábamos? En todas partes respondió el conde Dandolo. Es justo, puesto que hablamos de Inglaterra. ¿Cree usted que si lo de Ky-Tcheou hubiese ocurrido a un navío inglés se hubieran conformado sus oficiales con bombardear la ciudad? ¡No son tan tontos!

A principios del año 1870 el Papa Pío IX recibió, por medio de las maravillosas vías diplomáticas que posee nuestra Santa Iglesia, informes secretos anunciándole que las tropas italianas tenían la intención de bombardear y entrar a Roma, como también saquear el palacio del Vaticano. Su Santidad confió sus temores al gran cardenal Sannini, su favorito, que era entonces el tesorero general.