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Más de una vez he visto procesiones insignificantes en Bogotá, a propósito de fiestas secundarias de la iglesia; el pendón era siempre llevado por miembros conspicuos del partido conservador, por hombres cuyo apellido, no sólo recuerda las tradiciones de los buenos tiempos, sino que están vinculados a la historia nacional: los Mallarino, los Arboleda, etc.

Lo que es yo, y no me tengo por excepcional ni por raro, lo mismo celebraré la aparición de un buen libro, en verso o en prosa, en Caracas, en Bogotá o en Quito, que en Málaga o en Zaragoza.

No citaré ninguno de esos casos; pero, ¿quién no recuerda en Bogotá la historia terrible de aquel anciano que habiendo ofendido involuntariamente a un hombre joven y de pasiones profundas, le pidió públicamente perdón, se arrodilló a los pies del arzobispo para que éste evitara el encuentro a que su adversario lo incitaba de una manera implacable; hizo, en una palabra, cuanto es dado hacer a un hombre para aplacar a otro?

Pronto estuvimos en Bosa, distrito del departamento de Bogotá, antiquísimo pueblo chibcha, que fue el cuartel general de Gonzalo Jiménez de Quesada, antes de la fundación de Bogotá, y lugar de recreo del virrey Solís, que podía allí dar rienda suelta a su pasión por la caza de patos.

Y al pié de esas ricas arboledas y de esas chozas llenas de colorido local, los grupos animados de viajeros y bogas, tan discordantes y variados, y formando un contraste tan curioso como el que hacian el vapor Bogotá y los champanes y las casas indígenas.

Bochica, después, movido a piedad de la situación de los hombres dispersos por las montañas, rompió con mano potente las rocas que cerraban el valle por el lado de Canoas y Tequendama, haciendo que por esta abertura corrieran las aguas del lago de Funza, reuniendo nuevamente a los pueblos en el valle de Bogotá.

El cachaco es el calavera de buen tono, alegre, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar una ronda infernal a diez esfinges egipcias, organizador de las cuadrillas de a caballo en la plaza el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa, jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego a propósito de una rifa, pronto a tomarse a tiros con el que lo busque, bravo hasta la temeridad... y que concluye generalmente, después de uno o dos viajes a Europa, desencantando de la vida, en alguna hacienda de la sabana, de donde sólo hace raras apariciones en Bogotá.

Desgraciadamente, ese punto, que podría ser un agradable sitio de reunión, está generalmente desierto, como sucede con la ancha calle de las Nieves y plazuela de San Diego, que en lo futuro serán un desahogo para Bogotá, cuya población aumenta sin cesar, sin que la edificación progrese en la misma relación. Los libros en general dan 60.000 almas a Bogotá.

Y de mucho mérito, señor. Lo traigo desde Panamá y espero ganar mucho con él en la gallera de Bogotá. Pido gracia. Y en obsequio a los intereses de mi vecino, pasamos el resto de la noche en blanco, con los oídos destrozados y esperando ansiosos el alba, que al fin apareció. Tal fue la «noche de Consuelo». Las últimas jornadas En hotel del Valle. De Guaduas a Villeta. Ruda jornada. La mula.

Me fueron necesarios algo más que ruegos para determinar a los arrieros a conducirlos hasta la próxima aldea de Facatativá, a la que llegué tarde ya, encontrando en la puerta del hotel al secretario, que, a pesar de sus dos días de avance, no había conseguido aún el carruaje para llegar a Bogotá.