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Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes á su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano. ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?"

Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos meses díscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron su pintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que se proveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que es peor, de navaja y revólver.

Y en todo caso las encargaban sumamente, que no confesaran estos delitos a Sacerdote alguno, añadiendo blasfemos, que para estos crímenes contra la fe no había sigilo de confesión, sinó que luego los delataban al Tribunal.

Cuando se sabía, con la más completa certidumbre, que los muertos estaban asándose por disposición de Dios en el purgatorio y el infierno, y cuando este hecho imaginario alcanzó en el espíritu de las gentes, por las predicaciones de los ministros del Señor, la vividez de un hecho actual, patente y visible, atravesar la lengua a los blasfemos con un fierro calentado al rojo, torturar a los acusados de delitos religiosos y quemar vivos a los condenados fueron hechos tan regulares como lo es hoy el de sentenciar a las personas a trabajos forzados o a presidio permanente; o el de matarlas en duelo para el hombre culto o sin duelo para el inculto; o el de quemar negros en Norte América, donde todos se caerían de espaldas el día en que un blanco fuera quemado vivo, siendo, probablemente, la idea de la combustión futura de los forajidos blancos lo que quita importancia en el espíritu del pueblo a la combustión inmediata de los forajidos negros, en simple anticipación de la justicia divina, por la doble odiosidad del crimen y del color del criminal.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos! Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio.

Caminaron algunos instantes en silencio, heridos de aquella hostilidad inmotivada. Demetria exclamó de pronto: ¡No quisiera vivir más en Canzana, Nolo! ¡Llévame á la Braña, llévame lejos de estos hombres blasfemos y malditos! Nolo alzó los hombros con desesperación. Donde quiera que vayamos, Demetria, nos seguirán. Dentro de poco tiempo no quedará en este valle ningún sitio sin agujerear.

Resurgía el campesino, el hombre forzudo habituado a la violencia: sus puños se cerraban amenazantes. ¡Virgen María! ¡Santísimo Señor! rugía con una entonación semejante a la que usaban los malvados blasfemos cuando ofendían a Dios.

Aquellos hombres que salían de las cuevas negros, sudando carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como demonios, manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos que removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba en las entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho.