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El rocío de nubes blanquecinas Eterniza la flor de las colinas, Esa flor que en su cáliz peregrino Encierra el ósculo del amor divino, Llevado allí por las sublimes notas Del eterno cantar de los patriotas.

Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identíficarla con la Naturaleza. Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos.

Entonces se alzaron súbitamente remolinos de polvo en las calles de la ciudad; azotó la cara de los transeuntes una ráfaga de viento húmedo y frío; oyóse el chasquido de algunas vidrieras sacudidas contra la pared; cubrió los cerros del Oeste un velo achubascado; nublóse repentinamente el sol; tomó la bahía un color verdoso con fajas blanquecinas y rizadas, y comenzó á estrellarse contra las fachadas traseras de la población una lluvia gruesa y fría.

Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros; y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.

Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía Javiera, y á su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas las flores de la estación salen á relucir sus lindas personas en graciosos grupos que se llaman ramos.

Al fin de aquella barriada está lo que queda de la antigua Arganzuela, un llano irregular, limitado de la parte de Madrid por lavaderos, y de la parte del campo por el arroyo propiamente dicho. Este precipita sus aguas blanquecinas entre collados de tierra que parecen montones de escombros y vertederos de derribos. La línea de circunvalación atraviesa esta soledad.

De primera magnitud; abunda en todo el Archipiélago; de color amarillento y manchas blanquecinas; su textura es estoposa, y no tiene otra aplicación que para tablazón y embarcaciones menores. Anubión. De segunda magnitud; madera amarillenta parduzca, es muy apreciada en el país para los piés derechos de las casas. Apiton Balao. De primera magnitud.

Quizás no demos todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas, obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol». B. Pérez Galdós Madrid, enero de 1901. Tomo I La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte.

Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo, transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo. ¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó... gran trabajo.

A mi izquierda, y en primer término, dos altísimos conos unidos por sus bases, de Norte a Sur, como dos gemelos de una estirpe de gigantes; enfrente de ellos, a mi derecha, las cumbres de Palombera dominadas por el «Cuerno» de Peña Sagra que extendía sus lomos colosales hacia el Oeste; y allá en el fondo, pero muy lejos, cerrando el espacio abierto entre Peña Sagra y los dos conos, las enormes Peñas de Europa, coronadas ya de nieve, surgiendo desde las orillas del Cantábrico y elevándose majestuosas entre blanquecinas veladuras de gasa transparente, hasta tocar las espesas nubes del cielo con su ondulante y gallarda crestería.