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Consumido el frasco, al caer de la tarde volvíase alegremente a la ciudad, seguido de toda su corte, y al atravesar el puente de Aviñón, en medio de los tamboriles y de las farándulas, su mula, espoleada por la música, emprendía un trotecillo saltarín mientras que él mismo marcaba el paso de la danza con la birreta, lo cual era motivo de escándalo para los cardenales, pero hacía exclamar a todo el pueblo: «¡Ah, qué gran príncipe! ¡Ah, valiente PapaDespués de su viña de Château-Neuf, lo que más estimaba en el mundo el Papa era su mula.

El negro manifiesta su desprecio, escupiendo y se marcha; no ha visto nada... Tampoco ha visto nada ese muchacho maltés, cuyos ojos de carbón brillan maliciosos bajo su birreta. Tampoco ha visto nada aquella mahonesa de tez de ladrillo que se aleja riéndose con la cesta de granadas encima de la cabeza...

La birreta cardenalicia parecía hincharse de soberbia sobre su cabeza pequeña, blanca y sonrosada. Nunca fue llevada una corona con tanto orgullo como aquel gorro rojo. Extendió su mano enguantada de púrpura, sobre la que lucía la esmeralda episcopal, y con un gesto imperioso hizo que uno tras otro fueran besándola todos los canónigos.

Un verdadero «Papa de Ivetot», pero de un Ivetot de Provenza, con algo de picaresco en la risa, un tallo de mejorana en la birreta, y sin el más insignificante trapicheo... La única Juanota que siempre se le conoció a este santo padre era su viña, una viñita plantada por él mismo a tres leguas de Aviñón, entre los mirtos de Château-Neuf.

¡Por mi birreta! creéis que se está cómodamente sobre un edredón de este tela, exclamó La Balue tratando de estirarse en su jaula de hierro. DE FORGES LE ROUTIER, «Hist. del tiempo de Luis XI». En medio de la plaza de San Juan, cerca de la muralla, se eleva una linda rotonda, cubierta de un techo de estaño, reluciente como la cúpula de un minarete.