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Y dirá todo el pueblo: Amén. 19 Maldito el que torciere el derecho del extranjero, del huérfano, y de la viuda. Y dirá todo el pueblo: Amén. 20 Maldito el que se echare con la mujer de su padre; por cuanto descubrió el regazo de su padre. Y dirá todo el pueblo: Amén. 21 Maldito el que tuviere parte con cualquiera bestia. Y dirá todo el pueblo: Amén.

Fuera de esta dote natural que la acercaba a las señoras de verdad, Amparo era en su trato tan tosca, tan incivil, tan bestia y tan ignorante como lo son casi siempre en España las criaturas de su condición, al menos en el presente momento. Más adelante quizá lleguen a ser tan cultas y refinadas como las cortesanas de la Grecia.

Si por huir de él faltábamos a aquellas santas reglas de los perfectos casados, y conveníamos en que cada cual campase por sus gustos e inclinaciones, apuntarían entre nosotros las desconfianzas y las discordias, y con ellas los resabios groseros de la bestia, que, aunque se tapan y se doman, no se extirpan con la educación de la inteligencia.

7 Y cuando ellos hubieren acabado su testimonio, la bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, y los vencerá, y los matará. 8 Y sus cuerpos serán echados en las plazas de la gran ciudad, que espiritualmente es llamada Sodoma, y Egipto; donde también nuestro Señor fue colgado en el madero.

Aquellas ciudades eran más hermosas que Madrid. ¡Y mire usted que Madrid...! Hasta la zapatera, de pie en un rincón, olvidando la enfermiza prole, escuchaba a Luna con asombro, animándose su rostro con una pálida sonrisa, asomando la mujer al través de la bestia resignada de la miseria cuando Luna describía el lujo de las grandes damas en el extranjero.

Tres semanas, sobre poco más o menos, transcurrieron así, en lucha contra puertas cerradas y en un estado de exasperación que me ponía al nivel de una bestia extraviada obstinándose en salvar vallas. Una tarde me llegó un billete. Lo mantuve un momento cerrado, suspendido delante de mis ojos, como si él contuviera mi destino.

Al pasar junto á una puerta oyó ronquidos. El alemán, deseoso de amoldarse en todo á las costumbres del país, dormía la siesta. El mestizo salió al patio grande, deteniéndose frente á la jaula del centro, rodeada de arbustos con flores enormes, rojas y de cinco puntas, llamadas «estrella federal». Allí estaba la célebre bestia: una especie de mochuelo diminuto, de pico breve y encorvado.

Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal. El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿cincuenta duros?

El cura lanzó una mirada de indignación a Durand y repitió con obstinación: «Pero la popa de su esquife consigió por fin la orilla de paz y de reposo, donde ese virtuoso, ese digno, ese respetable anciano hizo brotar la flor de la caridad y de la religión.» ¡Qué bestia es ese cura! murmuró Grano de Sal. Bestia como un arenque contestó Durand encogiéndose de hombros.

La prudentísima bestia huyó de nuevo; pero reapareció a la entrada del claro del bosque donde iban a batirse. M. L'Ambert, con la superstición del jugador que va a exponer una suma importante, quiso ahuyentar aquella bestia maléfica, y le arrojó una piedra; mas, como errase el golpe, el gato trepó a un árbol, y allí se estuvo quedo.