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Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas.

Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Mazzini explotó a su vez: ¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora! Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas.

A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta, sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita: ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pestañas; pelo fino, lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz pequeña y un tanto arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez morena; seno alto y exuberante; manos redondas y pequeñas, y sonrisa marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita, que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de terciopelo con pluma, cuello y puños á la marinera, cinturón de piel de Rusia, y diminutas botitas color café. ¿Les gusta á ustedes el tipo?

Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio: ¡Bertita! Nadie respondió. ¡Bertita! alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fué tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. ¡Mi hija, mi hija! corrió ya desesperado hacia el fondo.

Toda la locuacidad de Bertita, era mutismo en el señor D. Paco, quien se limitaba á aprobar con monosílabos los largos períodos que salían de la fresca y sonrosada boca de su esposa.

A la mitad del almuerzo, ya nos había contado quién era, adonde iba, porqué había venido, quién era su padre, su abuelo y hasta un primito á cuyo solo nombre, largó un bufido muy pronunciado un respetable y obeso señor que estaba sentado á su lado, y que á grandes rodeos pues en esto, era lo único en que enmudecía Bertita supimos era su esposo.

¡Jesús, que café, capitán! dijo Bertita, haciendo un gracioso mohín de desagrado al saborear el negro líquido que humeaba en la taza: nunca podré acostumbrarme á estos brebajes recordando el Moka que se tomaba en casa del Ministro, el primo de este. Pues no digo á ustedes nada, del que se servía en la embajada de Rusia, ni el que se daba en las soirées de la Baronesa: ¡Jesús, Jesús, qué país!

. Pues á también. El capitán, de cuando en cuando, la miraba de reojo, y hasta creo que el buen hombre se olvidaba de todos los horizontes de los trópicos, por el pequeño cielo que constituía la risueña cara de Bertita, en la que no había mas nubes que un picaresco lunar puesto en el labio superior con más malicia que queso en ratonera.