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Y se aleja con el conde hacia el Palacio, donde pasará el resto de su vida como en una cárcel. Lubimoff se fija en dos soldados italianos que le contemplan desde la acera del «queso». Son dos bersaglieri vestidos de gris, con sombreritos redondos cargados de plumas de gallo.

A sus pies estaba la isla del Huevo, unida á tierra por un puente. Los bersaglieri ocupaban su antiguo castillo, obra del virrey don Pedro de Toledo. Eran varios torreones de color rosa obscuro, que se aglomeraban sobre la estrecha ínsula de forma oval.

Dijo esto repetidas veces antes de volver al hotel, y lo pensó durante toda una noche de vigilia, cortada por pesadillas angustiosas. Bien avanzada la mañana le despertaron del sopor final las trompetas de los bersaglieri. Pagó su cuenta en el despacho del gerente y dió la última propina al portero, anunciándole que horas después vendría un hombre del buque á llevarse su equipaje.

Las cornetas de los bersaglieri alegraban al capitán como el anuncio de una entrada triunfal. «Va á llegar, va á llegar de un momento á otro...» Miraba la doble montaña de la isla de Capri, negra por la distancia, cerrando el golfo como un promontorio, y la costa de Sorrento, rectilínea lo mismo que un muro. «Allí está ella...» Luego seguía amorosamente el curso de los vaporcitos que surcaban la inmensa copa azul, abriendo un triángulo de espumas.