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Ha crecido tanto este Monte-Carlo, que se extiende de una punta á otra del principado: todo el suelo nacional está bajo techo, y cada año se desborda fuera de las fronteras. En territorio francés se llama Beausoleil.

Van á verse dentro de poco; don Marcos le ha invitado á comer en su casita de Beausoleil, convencido de que su compañía será agradable al príncipe. Toma la mano artificial de éste, y no parece notarlo. Sus ojos y su pensamiento están puestos en los vidrios del café, inflamados en plena tarde, á través de los cuales pasa el cadencioso susurro de los violines.

Ya no tiene la independencia de antes; alguien vive con él, y su nueva situación le impone obligaciones ineludibles. Ve con la imaginación la casita que habita en lo alto de Beausoleil, rodeada de un pequeño jardín. Todo es suyo por escritura pública. Pero la suerte de su propiedad no le inquieta: nadie se llevará sus paredes y sus árboles.

Sintió la desconfianza del atleta que ha descuidado sus ejercicios y sospecha si no volverá á encontrar su antiguo vigor. El miedo ante la simple idea de un fracaso le devolvió la confianza. No era posible.... ¡Adelante! Al llegar á la ciudad subió por unas largas escaleras de piedra hasta las calles de Beausoleil.

Soy yo quien viene siempre á buscarte: no te dignas visitar mi casa. ¡Como soy pobre!... Al recordar esta protesta humilde, el príncipe no vaciló más. Y volviendo la espalda al Casino, empezó á subir las calles en pendiente hacia el límite fronterizo que separa Monte-Carlo de Beausoleil; calles que ostentan nombres primaverales: de las Rosas, de los Claveles, de las Violetas, de las Orquídeas.

Puede ganar hasta mil francos al mes y además las propinas: lo que tal vez no ganará usted nunca, profesor. Y acaba construyendo su «villa» en lo alto de Beausoleil, donde cuida su jardín viendo á sus pies el Casino, la casa de la buena madre... Todos comen, con tal que sepan callar y no se mezclen en lo que no les importa.

El profesor y él eran los únicos acompañantes con traje civil; pero aquellos muchachos heroicos y amables le obligaban á presidir el duelo, por ser coronel y compatriota del difunto. Describió el cementerio de Beausoleil, á media falda de la montaña en cuya cumbre está La Turbie.

Bajaban de Beausoleil, subían de La Condamine, llegaban del peñón de Mónaco. Por primera vez después de cuatro años, se iluminaban de arriba á abajo las fachadas del Casino, de los hoteles y cafés. La plaza estaba repleta de gente. Todos parpadeaban deslumbrados, después de la larga noche en que les había tenido sumidos la amenaza submarina.