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Alrededor de ella, a lo largo de la columnata, los perfiles de los hombres célebres hacían muecas al sol poniente. ¡Y todo aquello tan desolado, tan tétrico! Al oír resonar mis pasos sobre las losas, volvía a experimentar aquella impresión de grandeza en el vacío que me atormentaba desde mi llegada a Munich. Una escalerilla de fundición asciende dando vueltas por el interior de la Bavaria.

Habiendo invadido los prusianos los reinos de Würtemberg y de Bavaria, era bastante natural que su ardor patriótico y el gran trastorno de la invasión hubieran hecho olvidar al coronel la tragedia japonesa que, según me había manifestado, se titulaba Emperador ciego. ¡Pueden ustedes hablarme de los pueblos de sangre gorda!

Eso me fue suficiente para conocerte, ¡oh, gran Bavaria inflada y sonora!

Algo delante elévase una colosal estatua, una Bavaria de noventa y dos pies de altura, erguida sobre el último rellano de una de esas grandes escalinatas tan melancólicas que ascienden al descubierto entre el verde follaje de los jardines públicos.

Había visto tu pecho sin corazón, tus rollizos brazos de cantante hinchados y sin músculos, tu espada de metal repujado, y sentido dentro de tu hueca cabeza la pesada borrachera y el aplanamiento cerebral de un bebedor de cerveza. ¡Y pensar que, al emprender esa insensata guerra de 1870, contaron contigo nuestros diplomáticos! ¡Ah, si ellos se hubiesen tomado también la molestia de subir por dentro de la Bavaria!

¡Oh, España!... ¡Oh, don Quichotte! Sin saber cómo, salieron los dos del hotel hablando de las representaciones a que asistían por las tardes. Aquel día no era de teatro, y ella pensaba ir a la pradera llamada Teresienwiese, al pie de la estatua de la Bavaria, para ver la feria de los tiroleses y escuchar sus canciones.