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Esa es, en fin, materia sagrada, y nadie las mueva, que estar no pueda con Roldán a prueba. Pero, señor, nunca se ha ahorcado a nadie por decir que Fulano es mal cómico. Lo que se ha hecho, señor Bachiller, y lo que se hará, mejor se está callado. Se reclama, se apela... Señor Munguía, quiero contarle a usted un cuentecillo, y es caso ocurrido no ha muchos meses en un lugarcito de las Batuecas.

P. D. Se me olvidaba decirte que a mi última salida de las Batuecas se susurraba que hablaban ya. ¡Pobres batuecos! ¡Y ellos mismos se lo creían! ¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que no tiene? Preguntémosle a un joven barbilucio qué desea. ¿Cuándo tendré barbas? exclama en su interior.

Era aquel país el de los llamados mahatmas, rodeado de montañas tan intransitables, que los profanos no podían llegar a él. Era como unas Batuecas, no groseras y rústicas, sino cultas, elegantes y felices.

De que podrás inferir, Andrés, cuán dañoso es el saber y qué verdad es todo cuanto arriba te llevo dicho acerca de las ventajas que en esta, como en otras cosas, a los demás hombres llevamos los batuecos, cuánto debe regocijarnos la proposición cierta de que: «En este país no se lee porque no se escribe, y no se escribe porque no se lee»; que quiere decir, en conclusión, que aquí ni se lee ni se escribe; y cuánto tenemos, por fin, que agradecer al cielo, que por tan raro y desusado camino nos guía a nuestro bien y eterno descanso, el cual deseo para todos los habitantes de este incultísimo país de las Batuecas, en que tuvimos la dicha de nacer, donde tenemos la gloria de vivir y en el cual tendremos la paciencia de morir.

, calle usted me dice con el dedo en los labios. ¿Que calle? Así; y se vuelve a mirar en derredor. Hombre, si yo no pienso decir nada malo. No importa, calle usted. ¿Ve usted aquel embozado que escucha?... Es un esp... un sop... ¡Ah! Que vive de eso. ¿Y se vive de eso en las Batuecas?

Pues bien: con todo eso, y a pesar de todo eso, nuestra high-life sigue siendo tan española como en lo antiguo, y no necesita el autor de comedias y de novelas, a fin de conservar el color local y nacional de sus personajes, buscarlos bajo las ínfimas capas sociales, o ir por ellos a las Batuecas o a los más esquivos, alpestres y recónditos lugares. El Sr.

que eres un sabio naturalista, ¿qué me dices de la virginidad de los insectos? ¿Qué me dices de la virginidad del draco furibundus? ¿No se llama así? No se trata de insectos, sino de cristianos. ¡Ay, Facundo! , como vives en las Batuecas, no te has enterado de que el mismo valor tiene la virginidad entre cristianos que entre insectos. ¡Ave María Purísima! No desvaríe, señora.

Agregue usted a esto que la naturaleza reparte sus dones con economía, y dando fuerzas a aquel a quien negó el talento, corre el satírico gran riesgo en las Batuecas de que su cabeza se encuentre en el mismo camino de un garrote, encuentro siempre que puede traer peores consecuencias para la primera que para el segundo. Bien, pues, no sea usted satírico: sea usted justo no más.

Adiós, Andrés. Tu amigo. El Bachiller. ¡Qué país, Andrés, el de las Batuecas! ¡Cuánto no promete! ¿De mi amistad exiges que siga poniendo en tu noticia la que de este extraordinario suelo pueda alcanzar a tener? ¿Gustote mi primera epístola?

Empero, conténtate por ahora con saber que no se habla; costumbre antigua tan admitida en el país, que para ella sola tiene un refrán que dice: «Al buen callar llaman Sancho»; y no necesito decirte la autoridad que tiene en las Batuecas un refrán, y más un refrán tan claro como éste. Llégome a una ocurrencia. Buenos días, don Prudencio; ¿qué hay de nuevo?