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Cuando sabe que se han marchado, alborota la cocina á berridos, dale su padre un par de guantadas, interpónense el seminarista y su madre, apágase la lumbre, oscila la luz del candil, dormita la moza, maya perezoso el gato, cáesele la pipa más de una vez de la boca al tío Jeromo, habla torpe sobre los fenómenos de la luz el seminarista; y cuando los relinchos de los marzantes se escuchan lejanos, hacia el fin de la barriada, desfila al paso tardo y vacilante la familia del tío Jeromo á buscar en el reposo del lecho el fin de tan risueña y placentera velada.

Al fin de aquella barriada está lo que queda de la antigua Arganzuela, un llano irregular, limitado de la parte de Madrid por lavaderos, y de la parte del campo por el arroyo propiamente dicho. Este precipita sus aguas blanquecinas entre collados de tierra que parecen montones de escombros y vertederos de derribos. La línea de circunvalación atraviesa esta soledad.

Á la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan á borbotones el humo que se lleva rápido el helado norte, dejando en cambio algunos copos de nieve.

El alquiler de cualquiera de los cuartos de los tres pisos que tiene la barriada de mi respetable Sr. D. Francisco, exige un pago adelantado de tres años; si al cabo de ese tiempo no se renueva el inquilinato, se hace el desahucio á golpe de piqueta, sin que nadie tenga derecho á quejarse, puesto que el casero, por boca de la Gaceta, tiene la magnanimidad de conceder un plazo de veinte días.

Cuando ya bajaba el camino, se veía la playa de las Animas, entre la punta del Faro y otro promontorio lejano. Sobre el arenal de la playa se levantaban dunas tapizadas de verde, y las casitas esparcidas de la barriada de Izarte, echando humo. Ya cerca de la punta del Faro abandonábamos el camino para meternos entre las rocas. Había por allí agujeros como chimeneas, que acababan en el mar.

Engalanadas con colgaduras ostentaba sus casas el pobre suburbio de la Riberilla: quién había destinado a manifestar su civismo la colcha de la cama, quién las cortinas de la humilde alcoba, quién una sábana o mantel. Al ingreso de la barriada se alzaban arcos de triunfo, entretejidos con ramaje.

Llevaba en la mano un mendrugo de pan que le había dado la Señana para desayunarse, y, comiéndoselo, marchaba aprisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. No tardó en pasar más allá de los edificios, y después de subir el plano inclinado, subió la escalera labrada en la tierra, hasta llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba.

Luego, atravesando vías silenciosas y obscuras, entró en una barriada de edificios nuevos. Íbamos hacia la casa de Olga del Monte. Pero ¿qué interés tenía el general de mezclarme en sus rencores amorosos?... Se detuvo el vehículo en una avenida bordeada de copudos fresnos y anchas aceras. Los reverberos no eran tan numerosos como en el centro de la capital.

La intromisión del Círculo republicano en la barriada eclesiástica traía muy desasosegados al obispo, a los Jilgueros, a todo el cabildo y a la tropa menuda clerical que allí avecindaba. Siempre que había reunión en el Círculo, salían los asistentes lanzando gritos inflamatorios, cuando no blasfematorios. Por fortuna, el Círculo tenía poca cabida.

En las revueltas de aquella hondonada se distinguían chozas míseras, y a lo lejos, oprimida entre las moles del Asilo de Santa Cristina y el taller de Sierra Mecánica, la barriada de las Injurias, donde hormiguean familias indigentes. Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copioso sudor de su frente.