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Ni en el carácter de Elena ni menos en el de Núñez entraba semejante ruindad. Además, caso de que fuesen amantes no era verosímil que cometiesen la imprudencia de exhibirse paseando en coche por las cercanías de Madrid. ¡El pobre Barragán...! Y bien tranquilo, con la sonrisa en los labios se dirigió al comedor, donde ya le esperaba Clara.

Acercose velozmente a ellos y cuando ya estuvo próximo exclamó con sorpresa: ¡Si es el paisano Barragán...! Pero Barragán ¿ por aquí...? Y sin vacilar se acercó a él y ambos quedaron abrazados. Elena en el colmo de la desesperación le gritaba: ¡Germán, no le abraces! ¡por la Virgen no le abraces...! ¡Mira que va a echarte un lazo al cuello...!

Fernández respondía a estas preguntas con muchas vacilaciones, con incongruencia también. Barragán necesitaba formularlas repetidas veces, instarle con vehemencia, amenazarle, forzar de mil maneras la interpretación de las palabras que la aguja iba componiendo.

Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero decente, pacífico, conciliador, incapaz de hacer daño a nadie... En fin, un cordero. ¡Un lobo! murmuró Elena al oído de Clara volviendo al mismo tiempo la cabeza atrás con susto. Barragán llegaba ya con el caballo del diestro. Reynoso ordenó al peón que allí venía que lo llevase a la cuadra, y emparejándose después con su amigo marcharon un poco delante.

El sentido infalible en los hombres como Barragán es el olfato... Al menos eso dicen todos los viajeros y naturalistas. Desde luego he pensado que ha sido una equivocación muy explicable en quien no ha frecuentado toda su vida más sociedad que la de los gauchos...

Lo mismo éste que doña Mónica esperaban una terrible explosión de cólera. Nada de eso acaeció. Freire, con la mayor alegría pintada en el rostro, miró unos instantes al indiano en silencio y luego echándose hacia atrás en la silla exclamó: ¿Qué le ha hecho usted, amigo Barragán, qué le ha hecho usted a doña Mónica para que así le quiera?

Mientras Tristán y Reynoso departían de esta suerte, el paisano Barragán, sorprendido y asustado de aquellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados, de un modo tan odioso que Elena, al tropezar con ellos, sintió un escalofrío correr por todo su cuerpo.

¡Es una desgracia, es una verdadera desgracia! murmuró con más abatimiento aún Barragán. ¿Qué desgracia es esa? ¿Qué ha pasado? profirió el joven en el colmo de la impaciencia. Barragán, que parecía más inclinado a las vagas lamentaciones que a las confidencias, repitió cada vez con acento más desolado: ¡Qué tristeza! ¡Qué tristeza!

¡Pero, mujer, si es el paisano Barragán! ¿No ves que es el paisano Barragán...? Ven acá, Barragán, ven a saludar a mi mujer. ¡No, no! gritó Elena dando un salto atrás y disponiéndose a correr. Costó trabajo convencerla de que el paisano Barragán no era un secuestrador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad es que jamás bandido ni criminal alguno tuvo un aspecto más aterrador.

Por no regresar con ellos a Madrid prefirió quedarse a comer en la casa y partir en el tren que debía pasar a las nueve de la noche. En cuanto a Barragán, fue instado para que pernoctara allí, pero no aceptó. A la hora de obscurecer montó de nuevo a caballo y la emprendió hacia Villalba, donde pensaba dormir. Reynoso quedó haciendo comentarios alegres.