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A la caída del sol soltaban los muchachos su último cántico, dando gracias al Señor «porque les había asistido con sus luces», y recogía cada cual el saquillo de la comida, pues como las distancias en la huerta no eran poca cosa, los chicos salían por la mañana de sus barracas con provisiones para pasar el día en la escuela.

Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino.

Y dejando caer su cuchara en la sartén de arroz, lloriqueó largamente, bebiéndose las lágrimas. Después enrojeció con repentina rabia, mirando el pedazo de vega que se veía á través de la puerta, con sus blancas barracas y su oleaje verde, y extendiendo los brazos gritó: «¡Pillos! ¡pillosLa gente menuda, asustada por el ceño del padre y los gritos de la madre, no se atrevía á comer.

Figúrense el terror de aquella infortunada mula, cuando después de dar vueltas una hora a ciegas por una escalera de caracol y haber subido no cuántos peldaños, encontrose de pronto en una plataforma deslumbrante de luz, y a mil pies debajo de ella contempló todo un Aviñón fantástico: las barracas del mercado tan pequeñas como avellanas, los soldados del Papa delante de su cuartel como hormigas rojas, y allá abajo, sobre un hilillo de plata, un minúsculo puentecito, donde había bailes y más bailes... ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué susto!

Era un instrumento que podía conservarse para lo futuro; ¿quién sabe lo que más tarde podrá suceder? Al día siguiente principia en toda la ciudad una operación que se llama secuestro. Consiste en poner centinelas en las puertas de todas las tiendas y almacenes, en las barracas de cueros, en las curtiembres de las suelas, en los depósitos de tabaco.

Sólo una niña de pocos meses quedó en la carreta-choza jugando con un perro. El domador no ofrecía ese aire, entre petulante y grotesco, tan común a los acróbatas de barracas y gentes de feria; era sombrío, joven, con aspecto de gitano, el pelo negro y rizoso, los ojos verdes, el bigote alargado en las puntas por una especie de patillas pequeñas y la expresión de maldad siniestra y repulsiva.

Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de alquerías y barracas, arrojando negras siluetas que ciertamente no salían con las manos vacías. Con silbidos y gritos entendíanse los convecinos á grandes distancias.

El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio; gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril, un pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la corte de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho que se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de una hedionda charca.

El astillero no es muy complicado; consta solamente de dos barracas negras, formadas por maderas de barcos desguazados y de una rampa con un carril en medio. Ordinariamente se calafatea y se hacen composturas. Cuando hay trabajo nuevo, Shempelar disfruta; saca sus compases y allí se está, dibujando las piezas de un barco, sin levantar cabeza.

Todos recitaban la misma lección. Hasta viejas achacosas que jamás salían de sus barracas declararon que aquel día, á la misma hora en que sonaron los dos tiros, Pimentó estaba en una taberna de Alboraya de francachela con sus amigos.