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Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse en lo más mínimo.... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la clase, ya es otra cosa. Otra cosa muy distinta dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella, por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.

¡Tanto mejor! repuso ella. ¡Bueno! continuó el baróncito, tomando su sombrero . ¡De acuerdo!... ¿Me permitís que os un beso en la mano? ¡Con mucho gusto! y le tendió la suya enguantada. Julio Grèbe salió con aire de triunfador, ganando la calle por la escalera privada de su departamento.

¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego. Y arrojó el libro a la chimenea. Era un tomo del Baroncito de Faublas. Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

Algunas nociones remotísimas de Darwin, recogidas por aquí y por allí a salto de mata, compaginadas a la diabla con ciertas confusas pinceladas de Schopenhauer, proveyeron a nuestro baroncito de una descabellada teoría nihilista, que predicaba impertérrito de círculo en círculo y de salón en salón, declarándose en todas materias, literatura, política, artes y sobre todo en moral, tan escéptico, cansado, aburrido, desengañado y desalentado, tan corrompido y tan caduco, tan hastiado de las viejas tradiciones, tan en liquefacción, en fin, que pronto sería necesario recogerlo con cuchara.

Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto. En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.

¿Y quién se casa con una literata? decía Vegallana sin mala intención . A no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo. La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridospensaba satisfecha de lo pasado. Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones añadía el afeminado baroncito.