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Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltaban los hábitos negros de ciertos eclesiásticos con bigotes y barbillas, ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesiásticos de Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros, venerables inquisidores de Mallorca, según la leyenda que ensalzaba su celo en pro de la fe.

Para justificar las señoritas este avance hacia los parajes ocupados por sus amigos, continuaban su tarea distributiva entre los señores adormilados que fingían leer en las inmediaciones del fumadero. «Señor, ¿un bombón?...» Y el gringo, despertado de su lectura por la voz juvenil, levantaba los ojos del volumen alemán o inglés y metía la mano en la arquilla murmurando: «Grachias, mochas grachias». Luego, volvía a sumirse en el libro adormidera. «Señor, ¿un chocolate?» Y el brasileño de tez amarilla y picudas barbillas, enjuto y anguloso, como si el sol ecuatorial hubiese absorbido toda su grasa, saltaba del sillón con galante apresuramiento, como si le fuese en ello la vida: «Muito obrigado... ¡oh! muito obrigado». Y sólo al estar lejos la señorita osaba devolver la gorra a su cabeza y la cabeza al respaldo del asiento.

Las procesiones del barrio habían visto formar muchas veces en ellas a un anciano enjuto, de barbillas blancas, tartamudo, con una mano mutilada, el hidalgo Cervantes, veterano de guerras famosas, que aguardaba la hora de la muerte con melancólica resignación sin otro título que el de «Esclavo de la Hermandad del Santo Sacramento».

Con los ojos amarillentos fijos en lo alto, agitaba las barbillas de su rostro, recortadas como hojas, y unos apéndices dorsales semejantes á plumas. Este cebo falaz atraía á los inexpertos, cerrándose sobre ellos las cavernosas mandíbulas.

¡Olé las mujeres de buen diente!... Ahora a beber para que no se os atragante el bocado. Las botellas se vaciaban, y las bocas de las muchachas, azuladas antes por la anemia, mostrábanse rojas con el zumo de la carne, y brillantes con las gotas de vino que se escurrían hasta las barbillas. Mari-Cruz, la gitana, era la única que no comía.

Saltaban en las sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de botón; y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus cloqueantes odaliscas, lanzaba un grito de sultán celoso, con la pupila ardiente y las barbillas rojas de cólera.