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Hermana Balî la empujaba dulcemente; Julî resistía, pálida, con las facciones desencajadas. Su mirada decía que veía delante de á la muerte. ¡Bien, volvamos si no quieres! exclamó al fin despechada la buena mujer que no creía en ningun peligro real. El P. Camorra, apesar de toda su fama, no se atrevería delante de ella.

Pero á medida que se acercaban al pueblo, la energía nerviosa la abandonaba poco á poco, se volvía silenciosa, perdía su decision, acortaba el paso, y despues se quedaba detrás. Hermana Balî tenía que animarla. ¡Que vamos á llegar tarde! decía. Julî seguía pálida, con los ojos bajos, sin atreverse á levantarlos. Creía que todo el mundo la miraba y la señalaban con el dedo.

Cuando las noticias llegaron á la cabaña donde vivían la pobre Julî y su abuelo, la joven tuvo necesidad de que se lo repitieran dos veces. Miró á hermana Balî que era quien se lo decía, como sin comprenderla, sin poder coordinar las ideas; le zumbaron los oidos, sintió opresion en el corazon y tuvo como un vago presentimiento de que aquel suceso iba á influir desastrosamente en su porvenir.

Aquella noticia acabó con las vacilaciones de la joven cuya mente, por lo demás, estaba ya bastante trabajada merced á tantas noches en vela y á sus horribles ensueños. Pálida y con los ojos estraviados, buscó á hermana Balî y, en voz que daba miedo, le dijo que estaba dispuesta y la preguntaba si la quería acompañar.

Hermana Balî se alegró y procuró tranquilizarla, pero Julî no escuchaba y parecía que solo tenía prisa por llegar al convento. Ella se había arreglado, se había puesto sus mejores trajes y hasta parecía que estaba muy animada. Hablaba mucho aunque algo incoherente. Echaron á andar. Julî iba delante y se impacientaba porque su compañera se quedaba detrás.

Ante este reproche, con ira, con desesperacion, como quien se suicida, Julî cerró los ojos para no ver el abismo en que se iba á lanzar y entró resuelta en el convento. Un suspiro que más parecía estertor se escapó de sus labios. Hermana Balî la siguió haciéndole advertencias... A la noche se comentaban en voz baja y con mucho misterio varios acontecimientos que tuvieron lugar aquella tarde.

El Juez de Paz era un hombre muy brusco, pero viendo á Julî acaso se portase menos groseramente: aquí estaba la sabiduría del consejo. Con mucha gravedad oyó el señor Juez á hermana Balî, que era quien tomaba la palabra, no sin mirar de cuando en cuando á la joven que tenía los ojos bajos y estaba muy avergonzada.

Al fin vinieron algunas vecinas entre parientes y amigas, unas más pobres que otras, á cual más sencillas y aspaventeras. La más lista de todas era Hermana Balî, una gran panguinguera que había estado en Manila para hacer ejercicios en el beaterio de la Compañía. Julî vendería todas sus alhajas menos un relicario de brillantes y esmeraldas que le había regalado Basilio.

Hermana Balî que creía adivinar el motivo el P. Camorra se llamaba Si cabayo por otro nombre y era muy travieso la tranquilizaba: ¡Nada tienes que temer! ¡si voy contigo! decía; ¿no has leido en el librito de Tandang Basio dado por el cura, que las jóvenes deben ir al convento, aun sin saberlo sus mayores, para contar lo que pasa en la casa? ¡Abá!

Ya sabeis la influencia que tiene; ha sacado á vuestro abuelo de la cárcel... Basta un informe suyo para desterrar á un recien nacido ó salvar de la muerte á un ahorcado. Julî no decía nada, pero hermana Balî encontraba el consejo como si lo hubiese leido en una novena: estaba dispuesta á acompañarla al convento.