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¿Juicio...? Ya lo tengo, ya lo tengo. ¿Pues acaso he perdido yo alguna vez ni tanto así del juicio? ¡Quia! Nada en gracia de Dios. ¡Usted perder el juicio! Bueno va... Ello es que yo he dormido, amigo Ballester dijo Rubín con relativa serenidad levantándose . Lo que recuerdo ahora es que yo estaba cuerdo, más cuerdo que nadie, y de repente me entró el frenesí de matar. ¿Por qué, por qué fue?

Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... por aquello de muerto el perro se acabó la rabia». Rubín contestó afirmativamente y con amabilidad. Después observó que Ballester sacaba de un cajón un paquetito de medicamento y se lo daba al Sr. de Quevedo, diciéndole: «Lléveselo usted; lo he pulverizado yo mismo con el mayor esmero.

El falso gozo que la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias.

La viuda de Fenelón llegó a la hora de costumbre, y a poco subió el mozo de la botica con la bandeja de dulces que mandaba Ballester. No tardaron en presentarse el señor y la señora del tercero de la derecha.

xvi En el entierro de la señora de Rubín contrastaba el lujo del carro fúnebre con lo corto del acompañamiento de coches, pues sólo constaba de dos o tres. En el de cabecera iba Ballester, que por no ir solo se había hecho acompañar de su amigo el crítico.

En una de estas vueltas, salió Ballester a la puerta de la botica y le llamó con gesto imperativo: «Aquí pronto... ¡Me gusta...! Venga usted aquí». En actitud semejante a la de un perro que ante el palo de su amo agacha las orejas y arrastra el rabo por el suelo, entró Rubín en la botica diciendo a su regente: «Buenos días, amigo Ballester. No le había visto. Iba a tomar un poco el aire.

Venía subiendo la escalera, y me entró tal rabia, que me pregunté a gritos: ¿Pero cómo se llama, cómo se llama?.... Me acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una medicina para un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de atropina puse el de eserina, que es la indicación contraria. Si no lo advierte Ballester... ¡qué atrocidad!, dejo ciego al enfermo... No puedo trabajar.

«Si quiere usted contemplar toda la gracia del mundo, míreme a dijo Ballester, que dejando la vara, dio una vuelta, cogiéndose los faldones de la levita . Estoy guapo, ¿ o no?». Ballester ostentaba aquel día zapatillas nuevas, estrenaba traje de lanilla de los más baratos, y se había ido a la peluquería, donde después de cardarle la caballera, se la habían rizado con tenacillas.

¡Amigas!... repitió la diabla frunciendo las cejas . Por más que usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y ella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le vueltas. Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la santa, esta le dijo: «Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una comedia.

«¿Y qué lee?... vamos a ver dijo Ballester mirando el libro . La pluralidad de mundos habitados... Bueno va... ¡Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: ¿a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? ¿Le van a dar a usted algo por el descubrimiento?