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Para , Pereda es, antes que toda otra cosa, el compañero y el amigo de mi infancia, el Pereda de las Escenas, el que en 1864 imprimía en La Abeja Montañesa los diálogos del Raquero, el Pereda sin transcendentalismos, ni filosofías, ni políticas; pintor insuperable de las tejidas nieblas de nuestras costas; de la tormenta que se rompe en las hoces; del alborozo de los prados después de la lluvia; de la vuelta de las cabañas desde los puertos; de la triste partida del mozo que va a Indias; de la entrada triunfal y ostentosa del jándalo; de la alegría del hogar en Nochebuena, amenizada por el estudiante de Corbán; de los supersticiosos terrores que vagan en torno de la pobre Rámila, y la traen a miserable muerte; de la salvaje independencia de los antiguos pobladores de la calle Alta y del Muelle de las Naos, últimos degenerados retoños de los que en la Edad Media daban caza a los balleneros ingleses en los mares del Norte, y ajustaban tratados de paz y de comercio con sus reyes; y finalmente, de la casa solariega próxima a desplomarse, y apuntalada, si acaso, por los dineros del indiano; y del concejo de la aldea, donde a duras penas vegeta algún rastro de las antiguas costumbres municipales.

Y cuando se extinga hasta el último resto de aquella raza marinera, de la cual en otra ocasión he escrito que «en la Edad Media daba caza a los balleneros ingleses en los mares del Norte y ajustaba tratados de paz y de comercio con sus reyes», todavía vivirán en un libro de sólida e indestructible fortaleza ciertos nombres y reminiscencias que tienen virtud de conjuro, como todo lo que toca la vara mágica del arte.

Libres de chinos, hubo que limpiar la bodega, que era una verdadera pestilencia. Comenzamos a marchar hacia el sur, a buscar el estrecho de Magallanes o el Cabo de Hornos, en aquella inmensidad desierta del Pacifico, llevados por la monzón del oeste. Encontramos algunos barcos balleneros, con los que nos pusimos al habla, y nos indicaron la situación exacta en que nos encontrábamos.

Al contrario, sus resbaladizos forros las separan, aléjanlas la una de la otra. Se desvían á su pesar y despréndense por aquel obstáculo desesperante. En medio de un acorde tan grande, diríase que macho y hembra se combaten. Hay balleneros que pretenden haber disfrutado de este espectáculo único.

Algunos balleneros que encontraron aquella especie de salvaje lo trasladaron á su país, preguntándole antes si, por casualidad, había visto al difunto capitán John Ross. Su teniente Parry, que tenía la seguridad de poder pasar, hizo al efecto cuatro esfuerzos desesperados, unas veces por la bahía de Baffin y el Oeste, y otras por el Spitzberg y el Norte.

A estos, les diremos únicamente que abran el registro del puerto de Guajan y se encontrarán, que en efecto, es cierto tuvieron las islas su apogeo como descanso de esos valientes hijos del mar, y que hubo año que hicieron recalada en los puertos de Guajan, 80 y hasta 100 barcos mayores; pero al volver algunas hojas del registro, progresivamente irán viendo el descenso que desgraciadamente ha sufrido, tanto que el año 1870, solo anclaron ¡cuatro! barcos balleneros, y esos más valía no lo hubieran hecho, pues hoy el ballenero que toma el puerto de San Luís de Apra, participa de pirata y corsario, no yendo á dejar dinero, ni á importar efectos de verdadera riqueza positiva, y á extraer el poco numerario en circulación, vendiendo un par de centenares de latas de comestibles y algunas varas de toscas telas.

En los centros calizos suelen formarse canales, por los cuales los ligeros botes balleneros, son las únicas embarcaciones que sin grave peligro pueden recorrerlos, y esto en algunos sitios, pues en otros, la mar es tan brava, y la costa tan inhospitalaria, que hace de sumo riesgo el aventurarse en aquel laberinto de arrecifes calizos, terminados por masas acantiladas, azotadas incesantemente por mares peligrosas y revueltas.

La travesía entre esta y el barco se hace en botes balleneros, únicos que por su escaso calado pueden utilizarse en el canal que forma Guajan y la isla de las Cabras, el cual es sumamente pintoresco.

Los balleneros traían de sus excursiones menor cantidad de aceite y mayor dosis de gloria. Cada nación demostraba en aquella lucha su genio peculiar. Reconocíase á los pescadores en el modo de portarse. Hay mil formas de valentía, y sus variedades graduadas eran como una escala heroica. Tal era la belleza del hombre en esa manifestación soberana.

Dicen algunos. ¡Ah! ¡las islas Marianas, magníficas posesiones, de grandísima importancia por las célebres invernadas de los balleneros!