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Quitáos los cascos y bajad las armas para que el brillo del acero á los rayos del sol no llame la atención del enemigo. Aquí hemos de aguardar ocultos hasta la noche.

No, señor; no habléis en eso, Que vuestra será la culpa: Yo la mujer que tengo. ¿A dónde vais? A la puerta. ¡Qué ciego venís, qué ciego! Por aquí habéis de salir. ¿Conoceisme? Yo os prometo Que á no conocer quién sois, Que bajáredes más presto; Mas tomad este arcabuz Ahora, porque os advierto Que hay en el monte ladrones Y que podrán ofenderos Si, como yo, no os conocen; Bajad aprisa.

Hay dos grandes rocas, una a cada lado. En una de ellas se encontrará grabada una vieja E. Bajad a la mano derecha y hallaréis lo que buscáis. Pero primero encontrad al anciano que vive en la casa de las Encrucijadas.» ¿Qué significará todo esto? observó Reginaldo, y, volviéndose al señor Hales, añadió: La última parte se refiere a usted.

Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros, por San Luis rey de Francia había exclamado Guy, metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía... Vamos, dejaos de chanzas, Guy... díjole Pablo. Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se hacía el retrato, en la misma o semejante postura en que el Tintoretto lo pintara. Bajad de una vez... suplicaba Pablo.

Llegamos á los desvanes; bajad la cabeza, hay cinco escalones. Poco después añadió el bufón: Abrid la linterna. Voy á llevaros á la cámara de la reina. Vamos, hermano, vamos, y que Dios nos tome en cuenta esta aventura gatuna, y el no haberla dado buena de esa infame adúltera y de ese rufián asesino.

Tomad: es una orden para que os abran el portillo de la Campanilla, que da al convento de Atocha; bajad á la guardia, buscad al capitán Vadillo y mostradle esta orden; él os acompañará y hará que os abran el postigo, y seguirá acompañándoos hasta Atocha; una vez en el convento, preguntad por el confesor del rey y mostrad el pliego que os he dado; seréis introducido.

Vos lo habéis dicho: soy una dama principal: más de lo que podéis creer, y, como habéis supuesto, me encuentro en un gran conflicto. Vuestra voz, aunque quisistéis disimularlo, era un tanto trémula cuando me hablásteis: vuestro brazo, al asirse al mío, temblaba. Acortad el paso y bajad más la voz dijo la dama ; nos siguen. Y vos, cuando os siguen, ¿os detenéis?

Llegados al puerto, se dirigió a un quechemarín que estaba atado a una argolla, y bajó a él. No hay nadie. ¡Es magnífico! Hala, bajad. ¿Aquí? pregunté yo en el colmo del asombro. ¿Por qué no? ¿Qué importa robar un bote o un barco de vela? Es lo mismo. En el fondo tenía razón. Soltamos la amarra, y los tres, apoyándonos en la pared de un malecón, sacamos el queche fuera del puerto.

Bajad; daros he el libro, y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo, y hacen trampantojos un celemín de cebada con menos conciencia que si fuese de paja.

Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití... Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!... Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis.