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Josefina, para quien su padre era un socio del Casino que venía a dormir a casa, y que no hallaba en su madre sino la encargada de satisfacer frívolos caprichos, ni veía en el aya más que una criada con vestido de seda, fue poco a poco acercándose a Lázaro, movida simultáneamente de la necesidad de un amigo para su soledad, de la simpatía que inspiraba el hombre y el respeto que infundía el clérigo.

En vano su aya o acompañante, aleccionada por Manuel, intentó que principiase a buscar casa, tomar criados, comprar ropas de cama y mesa y encargarse trajes. Felisa no hizo nada; en vez de entregarse a las ocupaciones gratas para cuantas se casan a su gusto, persistió en su inacción: antes parecía amante abandonada que novia dichosa.

¡Ah, Marta, querida Marta, perdóname! suplicó la joven asustada echando los brazos al cuello de su aya y poniéndose a llorar sobre su pecho . He hecho mal. Seréis despedida, y yo moriré de pena y de dolor. No, no; tranquilízate, querida Elena dijo la viuda prodigándole sus caricias para calmarla . Habla. ¿Qué ha sucedido? Federico, Federico estuvo en el jardín...

Un conspirador no puede tener consigo una niña sin madre. Le hablaron de colegios, pero los aborrecía. Tomó un aya, una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía, hacía mal uso. Esto lo ignoraba don Carlos, que admitió el aya en calidad de católica liberal.

Es que no , no me atrevo dijo la sirvienta con desconfianza . El señor está acostado todavía. ¿No podríais esperar una media horita? No, os ruego que vayáis en seguida y digáis al señor Federico que el aya del castillo de Orsdael ha venido a hablarle de cosas importantes. ¡El aya de la señorita de Bruinsteen! exclamó la sirvienta con sorpresa . ¡Oh, ya comprendo! , , voy a llamarlo.

Bajó la escalera y entró en la sala, donde encontró a la sirvienta, la que le dijo que la señora estaba ya levantada e iba a bajar en seguida. Se dejó caer en una silla, angustiado de nuevo por sus terribles perplejidades. Todavía quedaba cierta duda en su espíritu. El aya no podía quererle mal, y sin duda no se había dado cuenta de las consecuencias de lo que iba a hacer.

Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas. Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos. Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran.

Daría gracias a Dios si pudiera sufrir en vuestro lugar, pero... En ese momento se abrió violentamente una de las ventanas del castillo, y una voz irritada llamó al aya por su nombre. Es la condesa exclamó Marta asustada , he dejado pasar la hora... Tenemos que entrar en casa... Alejaos, Catalina. ¡Ay! ¡cómo voy a ser regañada e insultada!

El aya estaba sentada en su cuarto con la cabeza baja y los ojos cerrados. De cuando en cuando, su pecho se alzaba y dejaba escapar un triste suspiro. Por fin irguió lentamente la cabeza y dirigió una mirada extraviada al espacio. Una triste sonrisa vagó por sus labios; la expresión de su rostro era mezcla de sufrimiento, resignación y desprecio. Muy luego, sus sentimientos tomaron otra dirección.

¿Y conoces al Romeo? preguntó al fin el conde. ¡Ya lo creo! respondió el aya sin mirarle. ¡Y también! ¿Por qué no me has llamado la atención hasta ahora? Ni una palabra ha salido de tus labios. Los criados no deben mezclarse en los asuntos de los amos. ¡Ya pareció la gotita de hiel! exclamó levantándose de nuevo y paseando por la estancia.