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El aya tardaba más de lo que había dicho; pero Elena no parecía reparar en ello. Quizá pensaba en las huellas de las lágrimas sorprendidas en los ojos de Marta; quizá se preguntaba cuál podía ser la causa del misterio que la rodeaba. Quizá también una imagen querida se alzaba ante sus ojos; porque a veces una sonrisa se dibujaba en sus labios.

El aya estaba, pues, en el castillo, porque no existía otra salida que la portalada. Sin embargo, no estaba tranquilo y se puso a recorrer la casa de arriba abajo, preguntando a todo el mundo si había visto bajar al aya.

El hombre que besaba al aya cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero ella no lloró. Le preguntaron dónde había pasado la noche y no quiso contestar por temor de que castigaran a Germán si se sabía. La encerraron, no le dieron de comer aquel día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente el aya hizo llamar al barquero de Trébol.

Al mismo tiempo que el sacristán, con su manojo de llaves y su sotana manchada de cera, salió a cerrar la puerta del templo, salieron también dos señoras: una, modestamente vestida de negro, canoso el pelo, rugoso el rostro, con aspecto de dueña modernizada, mitones de encaje y zapatos de rusel; la segunda, elegantísimamente puesta y en extremo sencilla, sin adornos ni joyas. Eran Paz y su aya.

Un manuscrito de la misma Biblioteca, fecho en 21 de marzo de 1643, lleva este epígrafe: «Auto famoso de la descensión de Nuestra Señora en la Santa Iglesia de Toledo cuando trujo la Casulla al gloriosísimo San Ildefonso. Compuesto por mi Señor y grande amigo M.º Joseph de Valdivieso que aya gloria y trasladado por el licenciado Francisco de Roxas.» ¿Sería éste nuestro Rojas?

Los consuelos y las predicciones del aya le habían hecho esperar que su existencia sería menos amarga en el convento que en el castillo de Orsdael. La viuda salió después de abrazar tiernamente a Elena. Apenas hubo Marta cerrado la puerta, la expresión de su rostro cambió por completo.

Andrés condujo al aya por senderos cubiertos y dió muchos rodeos para evitar las carreteras. Permanecía silencioso, y sólo hacía alguna advertencia en voz baja, cuando algún paso o algún pozo interceptaba el paso. Después de media hora larga, condujo a la viuda por un camino ancho.

«Comunica que en Aya fueron cogidos a las facciones de los curas Orio y Santa Cruz 800 fusiles remingthon, 300 de varios sistemas, cajas de municiones, pólvora, piezas de tela, provisiones y papeles; no pudiendo detallar las pérdidas del enemigo, que pasan de 50 los muertos y hasta 200 prisioneros y presentados.

¡Cómo! ¿desde tan alto? ¡Pero eso es imposible! Pues creedme, Catalina respondió el aya ; así que me encontré sola en mi cuarto, con la prueba inestimable sobre mi corazón, me fué imposible tener un momento de reposo. Temblaba, el sudor de la angustia corría por mi cuerpo.