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Dondequiera que el empuje de la voluntad humana se muestra; dondequiera que la fuerza, principal elemento artístico y quizá razón suprema de todos los grandes efectos de la poesía, llega a revestirse de la majestad solemne y serena o del poder avasallador y turbulento, la emoción estética se engendra necesariamente y obra con profundísima energía en el ánimo del contemplador, por avezado que esté a lo delicado y a lo tierno.

Bien podría, señorita, haber estado y no conocer el de todas las palabras replicó Lorenzo ligeramente turbado. ¿Ignoraría, señor, el de mi propio nombre?... repuso riendo sin ofender, riendo como si supiera que toda idea de agraviar se anularía en ella por el prestigio avasallador de sus encantos, compulsados más en la expresión y la palabra ajena que en su propio espejo.

Y la voz sorda de Lucía expiró en su garganta. Zumbábanle los oídos y giraban en torno suyo verja, paredes, plátano y yucas. Hay así en la vida momentos supremos en que el sentimiento, oculto largas horas, se levanta rugiente, y avasallador, y se proclama dueño de un alma.

El rumor creciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de la atmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del sapo rompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.

Y en aquel momento, al revolver aquella carta, después de tantos años, aquel turbio oleaje de penas abrumadoras, punzantes desdenes, ofensas terribles, negras ingratitudes, lágrimas solitarias y despreciados sacrificios, veía la infeliz levantarse en su corazón el amor a su marido, vivo siempre, fuerte, avasallador, resistiendo al olvido, al desdén, al insulto, al tiempo mismo y a la ausencia misma, viviendo sin esperanzas que le mantuvieran y le dieran savia, y por eso, inmortal como el alma.

Pero si desaparecía la aversión, no así el sentimiento que la había causado, el cual, no pudiendo florecer por ni manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condición propia de tales afectos, prodújole un aplanamiento moral que trajo consigo la más amarga tristeza.

Tan avasallador es para él el deber de la sumisión al Monarca legítimo, que hasta las leyes del honor han de ser sacrificadas en su obsequio.

Estupiñá tenía un vicio hereditario y crónico, contra el cual eran impotentes todas las demás energías de su alma; vicio tanto más avasallador y terrible cuanto más inofensivo parecía. No era la bebida, no era el amor, ni el juego ni el lujo; era la conversación. Por un rato de palique era Estupiñá capaz de dejar que se llevaran los demonios el mejor negocio del mundo.

No era el beso frente a frente que él había saboreado en otras mujeres, y que llamaba «beso latino». No era tampoco la caricia arrogante de arriba a abajo que había conocido en el camarote de Maud, beso de domadora, egoísta y avasallador, oprimiéndole la cabeza entre las manos crispadas para mantenerle en amorosa sumisión.