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España estaba tan exangüe al acabar los Austrias, que se vio próxima a ser repartida entre las potencias de Europa, como Polonia, otro pueblo católico como el nuestro. La discordia entre los reyes fue lo único que nos salvó.

Hasta los bandoleros celebran francachelas cuando acaban de dar un buen golpe.... Por aquí ha pasado la Fortuna y, sin embargo, vivimos en perpetua Cuaresma; llevamos la tristeza en el alma, como aquellos señores vestidos de negro del tiempo de los Austrias.

Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España... Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él.

Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en la batalla de Pirrinclum, o no qué..., pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán.

En torno de los Austrias abundó la triste ralea de gibosos, enanos, patizambos, bobos y casi locos, a quienes se llamaba vulgarmente las sabandijas de Palacio.

Los Austrias han resucitado, como esas plantas parásitas que al ser arrancadas reaparecen después de algún tiempo. Si en la vivienda de los reyes se buscan ejemplos del pasado, se recuerda a los cesares austriacos. ¡El olvido más completo para los primeros Borbones, que mataron moralmente a la Inquisición, expulsaron a los jesuítas y fomentaron la prosperidad material del país!

De Génova pasó Velázquez a Milán y «aunque no se detuvo a ver la entrada de la Reina que se prevenía con grande ostentación... no dejó de ver la Cena de Cristo con sus apóstoles, obra de la feliz mano de Leonardo de Vinci»: rasgo muy natural en un artista que habla de estar harto de las ceremonias palatinas de la Corte de los Austrias.

El pobre cardenal de Borbón languideció de tristeza en su palacio, dedicando sus rentas a hacer obras en la catedral, hasta que murió al iniciarse la reacción de 1832, dejando el sitio a Inguanzo, el tribuno del absolutismo, un prelado con patillas entrecanas, que había hecho su carrera en las Cortes de Cádiz atacando como diputado toda reforma y abogando por el retroceso a los tiempos de los Austrias, medio seguro para salvar al país.

Después viene lo que un escritor moderno llama «el cuerpo extraño» interponiéndose en nuestra vida nacional: los Austrias que reinan y España que pierde para siempre su carácter y muere.

Si esos pueblos que usted nombra, las Austrias y las Prusias, fueran como Navalagamella, la canalla no los hubiera vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más. No se dice prusiacos, sino prusianos indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán. Bien, hombre: los rusos y los prusos, lo mismo da.