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No obstante, ninguna mujer se atrevió a preguntarle sus impresiones de viaje. No tardó en ponerse a tono con tan buena compañía, porque a todos los defectos de la juventud unía aquella flexibilidad de espíritu que es uno de sus más hermosos privilegios.

¿Pues qué sucede, señora? dijo Anselmo cuidadoso, porque era un antiguo criado de la casa. Sucede que doy á mi padre la noticia de mi casamiento. ¡Cómo! ¿La señora se casa? Me he casado ya. ¿De secreto? No, por cierto; me casé anoche delante de testigos en la capilla real. El escudero se puso pálido y no se atrevió á preguntar más.

Luego en voz baja se autorizaron mil comentarios lisonjeros que llegaban a los oídos de D.ª Fredes y la arrullaban dulcemente. Un muchacho músico, discípulo del profesor de flauta, se atrevió a manifestar que sería lástima que tal preciosidad saliese nunca de los dominios españoles.

Esta vez el hidalgo se atrevió a decir: Calmaos, hijo; es la dura ley de la nobleza: sois el segundo. En cuanto a Beatriz, vos mesmo sabéis que ama a Gonzalo desde la infancia. El mancebo fue a ponerse casi en cuclillas delante de su padre, y cara a cara, con los ojos fulgurantes y con voz ronca, aciaga, terrible, volvió a gritar: ¡No! ¡No!... En ese momento entraba el hijo mayor.

Ante esta pregunta extravagante quedan las cuatro estupefactas y suspensas. Una de ellas se atrevió al fin a apuntar tímidamente: Ha venido él solo. ¡Bah, bah, bah! exclamó rudamente el mayordomo.

Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja: ¡Qué pelo tan hermoso! Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo: Es postizo. Todos se echaron a reir. ¿No lo cree usted? preguntó con seriedad y acercándose. Tire usted. Verá cómo se le queda en la mano. El joven no se atrevió, y continuó sonriendo. Tire usted, tire usted insistió ella volviendo la espalda y metiéndole el pelo por la cara.

Venía en el barco un indiano vascongado que embarcó en Buenos Aires en mi barco. En todo el viaje de América a Europa no se atrevió a hablarme. Debía de ser hombre muy tímido. Luego, en el vapor que nos llevaba a Bayona, se acercó a y hablamos. Había pasado veinticinco años en las pampas hasta enriquecerse. No tenía familia y no sabía qué hacer ni en dónde fijar su residencia.

El P. Gil ni creyó bueno el despertarle para despedirse, ni se atrevió a marcharse sin hacerlo. En esta incertidumbre, se puso a hojear algunos libros que andaban esparcidos sobre la mesa. Tropezaron sus ojos con uno de geografía, y leyó distraídamente algunos párrafos. Al cabo la lectura logró interesarle.

Roger juzgó que convenia para su reputacion, y seguridad satisfacer al ejército de las sospechas viles de su , y así ordenó á las principales cabezas del ejército que se viniesen á Galípoli, dejando aseguradas las plazas que tenian á su cargo, Juntos todos les dijo, que los trabajos y peligros que habian padecido por el aumentó y bien de la nacion Catalana y Aragonesa, no merecían tan mala correspondencia como tener duda de su fidelidad: que él habia probado su intencion en la guerra de Sicilia, sirvieron al Rey, y gobernando siempre gente Catalana, y con ser aquellos tiempos tan sospechosos, nadie se atrevió á ofenderle: que en las guerras del Asia habia acudido á la obligacion que fué llamado, y que el Emperador aunque le habia hecho muchas honras, no las tenía él por iguales á sus servicios, y cuando lo fueran, que él no era hombre que por correponder á ellas olvidaría las obligaciones que tenía en primer lugar: que el Emperador le queria hacer César, y que él no queria más recibir honras sin que á ellos se les diese entera satisfacion, y que por solo venirles á socorrer y animar habia salido de Constantinopla, y dejado al Emperador que le queria detener y acrecentar; que él estaba resuelto de correr la fortuna que ellos, y que si el Emperador con su ejército les acometiere, procuraría por el juramento hecho ceder si pudiese á su rigor, pero que cuando conviniese, forzosamente habian de venir á las armas, y las suyas siempre se habian de emplear en la defensa comun contra los Griegos.

Pero no se atrevió a hablarle ni a detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue.