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Los amigos le abrazaban con efusión; las amigas admiraban su porte varonil, aunque no faltó quien dijo que venía más ordinario; porque los gustos son muy varios. No hay para qué asegurar que las tales exclamaciones le sonaban bien. Durante algunos días gozó de la sorpresa de sus amigos y conocidos, paseando como en triunfo su rostro atezado por las tertulias y teatros.

El caminante de la izquierda era un veterano robusto y de atezado rostro, con espada al cinto y largo arco á la espalda; el abollado capacete y los desteñidos colores del león de San Jorge que llevaba cosido en el coleto no dejaban duda sobre la procedencia del soldado, cuyo aspecto todo denotaba sus recientes campañas.

Al cabo, el vocablo cajigalinas, de origen semítico, apareció nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entrar en las habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa de incredulidad vagase por su rostro atezado. Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y después salió a dar vueltas por la casa en busca de las niñas.

Los unos llevaban sombrero, los otros una redecilla o un simple pañuelo de colores vivos cuyos extremos flotaban sobre sus hombros; pero todos tenían el color atezado, los ragos duramente característicos y el aspecto poco tranquilizador que distingue a los contrabandistas de tierra que operan en el litoral andaluz.

Apenas se distinguían los muebles, antiguos, de maderas de color atezado y los dorados de las marqueterías brillaban débilmente. Telas de colores sobrios, blancas muselinas flotantes completaban un conjunto de tonos pálidos y dulces, impregnando de tranquilidad y recogimiento en la semioscuridad de un suave crepúsculo.

Con más o menos esfuerzos desplegaban la cintura, fatigados los riñones, y descubrían grandes frentes cubiertas de cortos cabellos, cuya blancura se destacaba sobre el rostro atezado por el sol.

Precedíalos un hombre de cincuenta á sesenta años de edad, de robusto cuerpo y atezado rostro, bajo cuyas pobladísimas cejas brillaban dos ojos de imperiosa y penetrante mirada. Llevaba larga barba entrecana y todo en su aspecto y ademanes revelaba al hombre acostumbrado á mandar y á ser obedecido.

Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas.

Las palomas ni por un instante soñaron con acercarse a él; ninguna intentó siquiera ponerse sobre la tabla que, a guisa de recibimiento, tenía delante. El día era demasiado espléndido para meterse en casa; un día tibio y claro de primavera en Castilla. Por el ventanillo del palomar, con toda precaución y cuidado, asomó el rostro un hombre; un rostro atezado, varonil, de bigote gris.

Por fin se abrió la puerta, y el rostro atezado del cura, que apareció detrás de ella, expresó una agradabilísima sorpresa al ver á nuestro joven. ¡Ave María Puriiiiisima!... ¡Pues no era el señorito Octavio el que llamaba! ¿Por qué no dijo su nombre, criatura, y le hubiera abierto inmediatamente?