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Su lenguaje y sus modos, perfectamente adaptados al ardoroso temple de la canícula, aterraron a Rosalía, primeriza en aquella desazón de las amistades culpables. Dígase y repítase en honor suyo. Halló mi calaverón una virtuosa resistencia que no esperaba, pues según su frase, que le más de una vez, había creído que, por su excesiva madurez, aquella fruta se caía del árbol por sola.

Sabéis demasiado: peor para vosotros si no queréis declarar, porque todavía sería tiempo de impedir un gran crimen. Quevedo, sin saberlo, decía la verdad. Los criados de Dorotea se aterraron. Yo sólo que la señora estaba llorosa, que no ha comido, y que antes de obscurecer se ha vestido como una diosa dijo Casilda.

A doña Paula, que dormía a su lado, la aterraron de tal modo, que fué necesario acudir al antiespasmódico. Belinchón, con la fortaleza de los temperamentos heroicos, no dijo nada a su consorte. Lo que hizo fué beber un trago del antiespasmódico. Al día siguiente salió en coche para Lancia, acompañado de Peña, Sinforoso, don Rufo y dos sables de tiro.

Es inaudito el número de mujeres desgraciadas en ese género de establecimientos de corrupción, y de expertas en la infamia que especulan con la dirección de esas casas, que son la ignominia de las sociedades europeas. Contáronme cosas qué me aterraron, y anécdotas respecto de personas de la alta sociedad que, al ser ciertas, darían una idea muy triste de la moralidad gaditana.

Los sollozos se mezclaron pronto con la risa, y por último, doña Luz cayó al suelo como desplomada, y allí se agitó en fuertes convulsiones. Don Acisclo tocó entonces la campanilla, llamó a voces a la gente de casa, y acudieron D. Gregorio, Juana, Tomás y otros criados. Todos se aterraron. Las convulsiones seguían. Juana mandó llamar al médico D. Anselmo.

Las dos últimas palabras de Quevedo fueron sombrías. Después de pronunciarlas, inclinó la cabeza sobre el pecho, é instantáneamente la levantó, dejando ver en sus enormes y poderosos ojos negros una expresión de soberbia y de blasfemia tales que aterraron á doña Catalina. ¡Oh! ¡qué soy yo para ti! dijo la joven comprendiendo la mirada de Quevedo. ... ¿qué puedes ser , Catalina?

Montiño tembló de los pies á la cabeza, vaciló y cayó de rodillas sobre el suelo encharcado, murmurando: ¡Ah! ¡Perdón! ¡perdón, señor! exclamó ; me aterraron... el tío Manolillo...

» ¡Mala yo, hija de mi vida! exclamé bajo la sensación de un escalofrío mortal . Pues ¿no me conoces todavía? ¿No sabes lo que te quiero..., cómo te trato?... » ¡No es eso, no, lo que yo te pregunto! añadió con una entereza y una decisión que me aterraron : te pregunto si es verdad que eres mala, pero mala... de otro modo..., ¡mala mujer!

Aborrecíale en aquellos momentos más que si viniera á darle la muerte; y le inspiraba más pavor que si fuese satanás en persona. El monstruo miró al autor de un modo que le hizo temblar; alargó la mano pronunciando palabras que aterraron al infeliz, cual si fueran anatemas de la Iglesia ó sentencia de inquisidores.