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Sirviéronle el agua, y sin dar tiempo a que se disolviese el bolado, la bebió a sorbetones, de prisa; sacudió los mojados dedos, limpiándose después con su pañolito. Artegui pagó. Muchas gracias dijo ella mirando a su taciturno acompañante . A gloria me ha sabido. Cuando hay sed.... Muchas gracias, señor don.... ¿cómo se llama usted? Ignacio Artegui pronunció él con visos de extrañeza.

¿Cuál? interrogó la niña curiosamente, mirando, a la vaga luz de los astros, el rostro descolorido de Artegui. Que sufrirán como nosotros sufrimos contestó él.

Artegui y Lucía eligieron una mesa chica para dos cubiertos, donde podían hablarse frente a frente, en voz baja, por no lanzar el sonido duro y corto de las sílabas españolas entre la sinfonía confusa y ligada de inflexiones francesas que se elevaba de la conversación general en la mesa grande.

Aquella señora... aquella Doña Armanda que le aguarda a usted en París.... ¿le necesitará también? Es mi madre pronunció Artegui. Y la respuesta pareció a Lucía satisfactoria, aun cuando realmente no resolviese la duda que acababa de expresar. Artegui, entretanto, rodando un sillón hasta tocar con la mesa, se sentó, y acodándose sobre el tapiz, escondió el rostro entre las manos, meditabundo.

¿Ves? Pues tiene celos el marido. Lo decía yo.... Si eres un inocentón. ¡Hija, hija, hija! ¡Cualquiera me la pega a , a , en esas cuestiones! Te digo, te digo, que no tenían nada Artegui y Lucía, y Lucía.... Ahora mismo apuesto cuatro onzas, cuatro onzas....

Lóbrego y obscuro, como la luna de un espejo de acero, el pantano dormía, y las florecillas acuáticas se desmayaban en sus bordes. La voz de Artegui, más intensa que elevada, resonaba entre el pavoroso silencio. En el mal repetía , que por todas partes nos cerca y envuelve, de la cuna al sepulcro, sin que nunca se aparte de nosotros.

Y no te salvará repuso Artegui tomándole las manos ; no te salvará, porque adondequiera que vayas, aunque huyas de hasta ocultarte en el mismo centro de la tierra, aunque te escondas en la celda de un convento, me querrás, me adorarás, le ofenderás recordándome.

Aconteció esto al otro día de aquel en que Lucía manifestara a Pilar tal interés por la salud de la madre de Artegui.

En fin, yo pensé que el Sr. de Artegui estaría muy triste, muy triste, y que acaso nadie se acordase de decirle cosas cariñosas, y, sobre todo, de hablarle de Dios nuestro Señor, en quien él no puede menos de creer, ¿verdad, padre? pero de quien se olvidará quizás en estos momentos tan crueles.... Llevada de estas consideraciones le escribí una carta, consolándole allá a mi modo.... ¡si viera usted! me parece que se me ocurrieron cosas muy buenas y eficaces... le hablé de que Dios nos manda las penas para convertirnos a él; de que son visitas que nos hace; en resumen, todo lo que usted me ha enseñado... además le decía que bien podía creer que no era el único en sentir a aquella pobre señora, aquella santa; que yo la lloraba con él, aunque sabía que estaba gozando ahora de la gloria... y que la envidiaba.... ¡ay, eso si que es verdad, Padre! ¡quién como ella! morirse, ir al cielo.... ¡Cuándo lograré yo tal ventura!

Permaneció Artegui un rato indeciso, de pie en mitad de la estancia, mirando a la niña, que sin duda se estaba sorbiendo las lágrimas silenciosamente. Al fin se acercó a ella, y hablándole casi al oído: Después de todo murmuró , no hay para qué se apure usted tanto. ¡Guarde usted sus lágrimas, que si vive, tiempo y ocasión tendrán de correr! Bajando aún más su voz timbrada, añadió: Me quedo.