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Artegui dio el brazo a su compañera por no perderla en aquel remolino. ¿Había elegido su marido de usted algún hotel en Bayona? le preguntó. Me parece... murmuró Lucía recordando que le hablar de una fonda de San Esteban. Me fijé porque yo tengo de ese santo una estampa muy bonita en mi libro de misa.

Y como Artegui, silencioso y apretados los labios volviese a otra parte la cabeza, murmuró la niña, en voz suave como una caricia: Don Ignacio, el padre Urtazu me ha dicho que había unos hombres que no querían admitir lo que la Iglesia enseña y creemos nosotros, pero que allá... a su manera, a su capricho, en fin, adoraban a un Dios que ellos se forjaban... y creían en la otra vida también, y en que el alma no muere al morir el cuerpo.... ¿Es usted de esos?

Y si en esas estrellas existen como no puede menos hombres dotados de todas las inmunidades y franquicias humanas ¡esos que meditarán! ¿Usted cree que habrá hombres en esos luceros? ¿Serán como nosotros, señor de Artegui? ¿Comerán? ¿Beberán? ¿Andarán? Lo ignoro. Una sola cosa puedo asegurarle a usted de ellos; pero esa, con pleno conocimiento y entera certeza.

Ya telegrafié a Miranda de Ebro para que, en el caso de hallarse allí su esposo, le digan que está usted aquí en Bayona esperándole. Pero de fijo estará en camino. Márchese usted, pues. Y Lucía volvió a Artegui la espalda, reclinándose en la ventana de codos.

Nueva reverencia, mientras sus ojos entornados se cosían cínicamente al rostro de Lucía, alumbrado por los moribundos tizones. No, espere usted gritó Artegui levantándose y asiéndole de una manga sin ceremonia, al ver que volvía la espalda.

Así suele suceder todas las semanas contestó Artegui con afable burla. No me entiende usted. Pues explíquese. ¿Qué se le ocurre? ¿Qué se me ha de ocurrir sino ir a misa como todo el mundo? ¡Ah! exclamó Artegui. Y después añadió : Pues es cierto. Y quiere usted.... Que usted me acompañe. No he de ir sola a misa, me parece.

No están tristes respondió Lucía ; están pensativas, que es cosa muy diferente. Meditan ¡y no les falta en qué! sin ir más lejos, en Dios, que las crió. ¡Meditar! Lo mismo meditan ellas que ese puente o esos barcos. El privilegio de la meditación Artegui subrayó amargamente la palabra privilegio está reservado al hombre, rey de los seres.

Recorriéndolo, fijaba Lucía la vista en la fachada correspondiente a la casa de Artegui, de una de cuyas ventanas salía una mano pálida que le hacía señas. ¿Era mano de hombre o de mujer? ¿era de vivo, o de cadáver?

Lucía lo ignoraba; pero los misteriosos llamamientos de aquella diestra desconocida la atraían cada vez más, y corriendo, corriendo, trataba de acercarse a la casa; pero el erial se prolongaba, detrás de unas calles de arena venían otras, y después de andar horas y horas aún veía delante de larguísima hilera de plátanos entecos, cuyo fin no se divisaba, y la casa de Artegui más lejana que nunca.

Todo esto lo notó Lucía, más con el instinto que con el entendimiento, porque, inexperta y bisoña, no había llegado aún a dominar la filosofía del traje, en que tan maestras son las mujeres. A su vez la consideraba Artegui como aquel que, volviendo de países nevados y desiertos, mira a un vallecillo alegre que por casualidad encuentra en el camino.