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No le quedaba ya, y eso por poco tiempo, más que los devaneos vulgares, insulsos, de los tenorios aristócratas, iguales unos a otros en sus gustos, en sus palabras y en su inaguantable vanidad. ¿Qué relación podía ya existir entre aquel niño y ella, como no fuese la de madre a hijo? Estas reflexiones labraron una arruguita en su frente, la arruga de los instantes fatales.

Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro.

En cuanto le veo a usted esa arruguita ahí... ahí y le tocó con su dedo en la frente: el sacerdote la retiró con viveza, ya me tiene usted más triste que la noche... ¿Por qué será?... ¿Por qué no será?... Usted, que sabe tanto, me lo dirá. Las últimas palabras las dijo canturreando y afectando distracción. ¡Ea!

En aquel momento se levantó del canapé la madre de Petrov, envuelta en un chal negro. Su cabecita cana temblaba; su rostro era tan pulcro en su senilidad como si se lavase diez veces al día cada arruguita. Llevaba largo rato en el canapé, sin dormir, sumida en sus tristes pensamientos.

Al decir estas últimas palabras, la niña se ruborizó hasta las orejas. Pues tengo noticia de que es usted aficionada a darlos. ¡Oh, no! Eso dice mi amigo Ramón. El rostro de Esperancita se oscureció al oir este nombre. Una arruguita severa cruzó su frente virginal. No por qué lo dice. ¿No le remuerde a usted nada la conciencia? Ni pizca. ¡Oh, qué corazón tan emperdenido! ¿Por qué?