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Un día entró nuestro niño muy descuidado: la traición le acechaba: de entre las faldas de la planchadora salió repentinamente el nuevo favorito y cayó sobre él con el ímpetu y rabia de una fiera; arrojole al suelo y comenzó a golpearle con tal furia, que en pocos minutos no le dejó sitio en el rostro sin su correspondiente señal.

Uno de los cuatro dijo: -Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas, como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia; porque, ¡voto a tal! -y arrojóle redondo-, que no me den a a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero y ésta albarda de asno.

El golpe fue cruel, porque al oírle, Diógenes sintió que le arrancaban de allá, muy hondo, algo que era la esperanza de la vida, la más arraigada de todas las esperanzas, por ser la última, que no se arranca nunca sin llevarse detrás lágrimas de los ojos y sangre del corazón... Cególe un movimiento feroz de ira, porque nada hay más ilógico que el terror, y pareciéndole aquello un robo descarado que venía a hacerle, revolvióse furioso contra el médico como si fuera él quien pretendiera hacerle el hurto, y arrojóle a la cara cuantas injurias y obscenidades encontraron en la sentina de su alma la cólera y el horror... Asustados y sorprendidos el médico y el fondista, retiráronse al punto, dejando a Diógenes solo, revolcándose furioso, comprendiendo por la postración y la angustia que le embargaron al punto tras su arrebato, que el médico no exageraba ni mentía, que la muerte se aproximaba, en efecto, y que era forzoso condenarse o capitular..

Y de una terrible bofetada arrojóle al suelo cuan largo era y lanzóse luego sobre él, dando roncos gritos de furor, vomitando contra el padre y la madre y el niño mismo horrendos insultos, que parecían hincharle la garganta como si no hubiera en ella espacio bastante para arrojarlos, dándole puñadas, pateándole todo el cuerpo, mesándole los cabellos y sacudiéndole la cabeza contra las rocas, hasta que, rendido y jadeante, viose de improviso las manos manchadas de sangre... Entonces dio un paso atrás, pálido y descompuesto, y sucedióle al punto, en un segundo, lo que sucede a todos los corazones generosos cuando pasa en ellos el vértigo horrible de la venganza y ven ya a su víctima indefensa y aniquilada, tendida a sus pies: una gran piedad hacia aquel pobre niño, en quien había querido él, sin conseguirlo del todo, acumular el odio inmenso que profesaba a su padre, invadió su pecho y despertó su razón, y con voz queda, enternecida casi, alargóle su propio pañuelo, diciendo: Tapón..., tienes sangre...

¡Ordinario, vulgarote! vociferó ella. Y mientras el atorrante bajaba las escaleras, saltando los peldaños de cuatro en cuatro, Angelita, echada sobre la barandilla, le hacía pitos, diciendo de burlas: ¡Adiós, tío Agapo! Arrojóle un salivazo, tan certero, que le cayó en la mano. ¡Puerca! ¡víbora! refunfuñó el filósofo. Pero, mamá decía Susana, ¿por qué le tratas de ese modo?