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No solamento no entra en esta bahia rio alguno grande que se pueda navegar muchas leguas arriba, como en sus diarios y cartas escriben sin fundamento algunos estrangeros, pero ni aun un pequeño arroyuelo pudieron hallar nuestros españoles.

Mostréme, como pude y supe, agradecido a la fineza; llegamos al despacho; diome él los libros, con la honrosa «auténtica» de su dedicatoria autógrafa; previno el mozo las cabalgaduras en el corral; bajamos a él los que estábamos arriba; hubo abajo las despedidas, las congratulaciones, las protestas y los apretones de manos que fácilmente se imaginan; montarnos, al fin, Neluco y yo; volvimos a despedirnos desde las alturas de nuestros respectivos jamelgos; respondiónos el caballero con reverencias y con palabras que ya no oíamos bien; descubrímonos, por último, mientras revolvíamos los caballejos hacia la portalada, que estaba abierta de par en par; picamos recio; salimos, y a buen andar, me puse al costado de Neluco, que, como es de presumir, dirigía la caminata.

Creía que era su padre que venía a recogerla a bofetadas y a puntapiés como solía. Dime, hija mía... ¿has visto pasar dos coches? ¿Para dónde? contestó ella poniéndose en pie. Para arriba... uno con dos caballos y otro con cuatro con cascabeles... hace poco....

El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar. Ella comenzó. ¡Ah, la maldita!

El primer caballero que corrió lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tiró por las ancas del caballo á tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volvió á montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltó la risa.

Que se me dice, a lo mejor, pongo por caso, que esto es blanco... y que tal y demás, y que a me parece negro; pues con decir esto solo, ya se me acabó la cuerda, y no hallo el modo de seguir por esa ruta, como siguen otros, diciendo que arriba y que abajo... y que tal y demás».

Llegó la tarde, fría, brumosa y tétrica; subió el vecindario en masa, pedregal arriba, detrás del Cura con ornamentos negros, precedido del estandarte de las «Ánimas» y de un crucifijo grande; resonaron en el estragal, entonadas por voces bien avenidas con la sonora de don Sabas, lamentaciones terribles del santo Job, el mayor poeta fúnebre de que hay noticia en la tierra; bajóse el féretro entre nuevos llantos y gemidos; y andando, andando con él hacia el pueblo la luctuosa procesión el camino que había andado poco antes hacia arriba, llegamos al campo santo después de una detención breve a la puerta de la iglesia, para que el hijo fiel y sumiso recibiera de su Madre cariñosa la bendición de despedida.

Don Modesto agarró la perdiz, dio gracias, se despidió y se fue echando pestes contra los gatos. Durante toda esta escena, Dolores había dado de mamar al niño y procuraba dormirle, meciéndole en sus brazos y cantándole: Allá arriba, en el monte Calvario, Matita de oliva, matita de olor, Arrullaban la muerte de Cristo Cuatro jilgueritos y un ruiseñor.

Así no quedará usted expuesto a contingencias nocivas para sus intereses. Hizo una pausa, me vió de arriba abajo, y agregó: Tendrá usted quince pesos mensuales. Me parece que para empezar es una cantidad... ¡muy decente!... Era una miseria, sin duda, pero, dadas mis circunstancias, aquella cantidad me pareció el premio gordo.

Elena estaba asomada ya a uno de los balcones presenciando la llegada de la comitiva. ¿Con quién ha venido usted, Núñez? le preguntó desde arriba. ¡No sea usted indiscreta, Elena, no me obligue usted a ruborizarme! Bueno, si usted no me lo dice pronto lo averiguaré replicó ella un poco intrigada. No hay secreto ninguno, Elenita: ha venido conmigo dijo Barragán.