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¿Quién fué el arreglador de esta vieja canción que yo sonar en el último acto de Reinar después de morir, llorando la muerte de doña Inés de Castro? ¡El amor del pueblo ha hecho al rey galán y a la princesa del palacio de San Telmo los esenciales protagonistas de este poema eterno, que es como una oración ingenua del alma popular!

Si la cosa resultaba, como Almudena le aseguró, y venían a poder de ella las banastas de piedras preciosas, que tan fácilmente se convertirían en billetes de Banco, ya tenían todas las cuestiones resueltas, y lo demás prontamente se allanaría. El dinero es el arreglador infalible de cuantas dificultades hay en el mundo.

Desnoyers consentía á Roberto sus declamaciones contra los burgueses, porque se prestaba á todos sus caprichos de incesante arreglador de muebles. En la lujosa vivienda de la avenida Víctor Hugo, el carpintero cantaba la Internacional mientras movía la sierra ó el martillo. Esto y sus grandes atrevimientos de lenguaje lo perdonaba el señor, teniendo en cuenta la baratura de su trabajo.

El buen Pinzón, arreglador de las famosas carabelas, se santiguaría con un asombro de marino devoto si resucitase en este buque y viese sus brujerías. Y él y los grandes navegantes de su tiempo, que avanzaron con los ojos en la brújula, podían reírse a su vez de los nautas fenicios, griegos y cartagineses, que no osaban perder de vista las montañas.

Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones: «Pues sépase usted que está condenada, y no le vueltas: condenada». No se sabe si este procedimiento del terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada.

D. Manuel Pez, el arreglador de todas las cosas, el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las notitas, brindose a sacarme del paso. Yo le debía algunos favores; pero los que él me debía a eran de mayor importancia y cuantía.

Este laborioso industrial, luego que Melchor, de quien era padrino, llegó a los quince, quiso llevarle consigo y enseñarle aquel honrado oficio; pero tanto D.ª Laura como D. José consideraron esto como un insulto. ¡Melchor ortopedista, arreglador de jorobas, corrector de hernias, fabricante de muletas y aparatos tan feos!... Vamos, vamos, esto era monstruoso.

Aquel clérigo, arreglador de conciencias, que se creía médico de corazones dañados de amor, era quizás la persona más inepta para el oficio a que se dedicaba, a causa de su propia virtud, estéril y glacial, condición negativa que, si le apartaba del peligro, cerraba sus ojos a la realidad del alma humana.