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«¿Hay aquí algún torrente? preguntó a Miquis. , torrente hay... de vanidad. ¡Ah! ¡Coches!... , coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada». Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos.

Luego se sintió arrastrada violentamente á impulsos de un objeto áspero: abrió los ojos, ya con la cabeza despejada, y vió que era impelida por una escoba.

Felizmente los jueces no pudieron comprender la mirada de angustiosa pasión que la sarracena le dirigió, por última vez, al ser arrastrada de nuevo a la tortura. Vino luego la declaración del Canónigo, y no volvieron a molestarle. Ya quedaba libre; pero ¡quién quitaría de su honra la mácula de semejante calumnia! ¡Ah, un agravio alevoso como aquél merecía, asimismo, secreta venganza!

Llegó un día en que las recogidas se alzaban sobre las puntas de los pies o daban saltos para ver algo más y despedirse de aquellos amigos que se iban para siempre. Por fin la techumbre de la iglesia se lo tragó todo, y sólo se pudo ver la claridad del crepúsculo, la cola del día arrastrada por el cielo.

Teobaldo y Carlos estaban allí... a dos pasos de ... hablando sin duda de aquel misterio de que dependía su suerte y por consecuencia la mía. »Arrastrada por una mano de hierro y tentada por la curiosidad de saber el secreto que me negaban, me acerqué a la puerta, y pálida y anhelante, sin poder respirar apenas, bajé la cabeza y me puse a escuchar lo que decían.

No ganaba un cuarto; con el mundo entero armaba camorra, y todo el veneno que iba amasando en su maldecida alma, por la mala suerte, lo descargaba sobre su querida... En fin, vida más arrastrada no la había pasado ella nunca ni esperaba volverla a pasar... Con el dinero que Juanito Santa Cruz les dio, cuando estuvieron en Madrid y se murió el niñito, hubiera podido el muy bestia de Juárez arreglar su comercio; pero ¿qué hizo?

El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha para locas carreras, con desprecio a los peligros del mar.

Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que, retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil.

A su lado estaba el amigo, aquel hombre del que hablaba ella con cierta admiración y al que mostraba las cosas interesantes del país. ¡Ay, doña Sol! Pronto iba a ver quién era el buen mozo al que había abandonado. Tendría que aplaudirle en presencia del extranjero aborrecido; se entusiasmaría, aun contra su voluntad, arrastrada por el contagio del público.

No, yo no te hago ese disfavor... para que veas. Tengo la seguridad de que arrastrada y todo como eres, loca y sin pizca de juicio, tus faltas nacen del amor y no del interés; y los mismos disparates que haces por un hombre poderoso, que te da grandes cantidades, lo harías si fuera un pobre pelagatos y tuvieras que comprarle a él una cajetilla».