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Vamos a ver vivir, como viven en sus países de luz, al javanés en su casa de cañas, al egipcio cantando detrás de su burro, al argelino que borda la lana a la sombra del palmar, al siamés que trabaja la madera con los pies y las manos, al negro del Sudán, que sale ojeando, con la lanza de punta, de su conuco de tierra, al árabe que corre a caballo, disparando la espingarda, por la calle de dátiles, con el albornoz blanco al viento.

Antes de amanecer, se levantó Morsamor y fue sobre cubierta. Fresco vientecillo de Poniente empujaba la nave hacia la costa. Era de esperar que, al rayar el alba llegase la nave a la desembocadura del Tajo y penetrando y subiendo por el río, se presentase frente a Lisboa. En pos de la nave de Morsamor iba el barco del vencido corsario argelino, brillante trofeo de la recién alcanzada victoria.

La galera tropezó el 26 de septiembre de 1575 con un corsario argelino, y fué apresada tras larga resistencia y llevada á Argel.

Aunque vendieron caras sus vidas, perecieron los más valientes y el capitán argelino, rindiéndose a discreción los otros, que fueron aherrojados y convertidos en nueva chusma. Morsamor pasó en triunfo a la conquistada galera. Resonar de clarines, vivas, altos aplausos y el estampido de algunos disparos de los falconetes solemnizaron la victoria.

Estando yo allí, una noche, por no qué fenómeno desconocido desde treinta años atrás, aquella zona de escarchas invernales agitose sobre la ciudad dormida, y Blidah se despertó transformada, empolvada de blanco. En aquel aire argelino, tan tenue y tan puro, semejaba la nieve polvo de nácar, con reflejos de plumas de pavo real. Lo más hermoso era el bosque de naranjos.

Con lamentos y hasta con lágrimas se deploró la muerte de Fréitas y de las otras víctimas. Para escarmiento ejemplar y para dar testimonio del brillante éxito de aquella lucha, Morsamor mandó colgar el cadáver del capitán argelino en el mástil de la galera, sobre el cual dispuso que se izase la bandera de Castilla.

Los camellos se echan a correr. El argelino sube al minarete, a llamar a la oración. El anamita saluda tres veces, delante de la pagoda. El negro canaco alza su lanza al cielo. Pasan, comiendo dulces, las bailarinas moras.

Tiburcio de Simahonda había tomado en él el mando. La bandera de Castilla, izada en el mastelero de gavia, continuaba allí en señal de posesión, a pesar de la noche. De las entenas pendían, cual horrible adorno y para ejemplar escarmiento, los cadáveres del capitán argelino y de ocho satélites suyos, cada uno de ellos colgando por el pescuezo con un lazo escurridizo.

Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayor esmero por monjes benedictinos, ya que todavía ni San Ignacio de Loyola, ni San José de Calasanz habían fundado escuelas; y luego que estuviese bien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla de la barbarie en que había caído. El corsario argelino había venido en mal hora a contrariar tan altos proyectos.