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Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce, que a nadie ofendía. Sus finos modales y su simpática figura contribuían mucho a producir tan buen efecto. Aquella noche le había dado por denigrarlo todo.

En Barcelona estuvo Jacinta muy distraída con la animación y el fecundo bullicio de aquella gran colmena de hombres. Pasaron ratos muy dichosos visitando las soberbias fábricas de Batlló y de Sert, y admirando sin cesar, de taller en taller, las maravillosas armas que ha discurrido el hombre para someter a la Naturaleza.

Las dulces oleadas de una sangre generosa henchían lentamente su piel rosada y transparente; todos los resortes de la vida, relajados por tres años de dolor, recobraban su tensión con una alegría visible. Los testigos de aquella transformación bendecían la ciencia como se bendice a Dios. Pero el más dichoso de todos era quizás el doctor Le Bris.

Pero no se daba por ofendido; al contrario, sentía cierto deleite en que la mamá de su adorada le reprendiese, le tratase con tal excesiva confianza: le parecía que de tal modo se acortaba cada vez más la distancia que mediaba para ser su hijo. Pero la gran dificultad para esto y para todo en aquella casa era D. Pantaleón. No lo parecía.

De repente noté que el arco de entrada era más ancho que el puente y formaba un obscuro ángulo, en el que me oculté apresuradamente. Desde allí dominaba aquella vía de comunicación entre el antiguo castillo y la construcción moderna. Entonces resonó otro grito agudo.

¡La reina! murmuró profundamente el padre Aliaga, lanzando una mirada recelosa á la cortina, tras la cual se ocultaba el bufón. ¡La reina! dijo con extrañeza el tío Manolillo, detrás de aquella cortina.

Era su efecto el de un amuleto mágico, que separaba á aquella mujer del resto del género humano y la ponía aparte, en un mundo que le era peculiar.

Los mirlos, esos pájaros que se hacen oír los últimos en aquella hora avanzada les contestaban con sus silbidos extraños y entrecortados, semejantes a ruidosas carcajadas.

Y yo iba pensando en el cándido apostolado de Elena y en su paciente dulzura, que había triunfado al fin de la rudeza de aquella miserable criatura y de su desesperada impenitencia. Una palabra de misericordia y de ruego había encontrado el camino de su corazón, enternecido su último suspiro y desarmado un poco su áspero y furioso rencor.

El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esas mojigangas; y el primer año, que fué el de 1807, en que asistió a la procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del día, osaba pronunciar palabrotas inmundas. ¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo?